miércoles, 7 de diciembre de 2022

LAS ERAS

Nadie en su sano juicio se plantearía medir las épocas como el tiempo que transcurre entre un Mundial de fútbol y otro; nadie que no se sienta representado por la desazón y el abatimiento. Antes de decidir si soy candidato a marcar así el tiempo, antes de cualquier expresión que determine el estado de mi espíritu, debo hacer recuento de recuerdos y de emociones.

Hace ahora una docena de años viví con inquietud, pero con confianza, el devenir de la selección española. Descubrí en aquel momento que, desde Camacho, pasando por Luis Aragonés a Del Bosque, se había creado la idea de un equipo; se jugaron amistosos contra selecciones campeonas como Alemania, Argentina o Uruguay, rivales que elevaban el nivel competitivo. Aragonés fue valiente, y materializó la idea de que los jugadores podían condicionar el juego y eliminó a Raúl y a los extremos puros. Y, en 2008, dio un nuevo sentido a la triangulación de Arsenio Iglesias, al juego total de Holanda y, con la magia de la samba, conquistó un gran torneo. Del Bosque matizó la idea, metió extremos, y consiguió la gloria mundialista, y otra Eurocopa. 

En Brasil nadie quiso ver el envejecimiento de todo, de los jugadores y de la idea. Un campeonato tan exigente como el español y un modelo de torneo que prima a los clubes frente a las selecciones, nos llevó al desastre desde el inicio. A nadie se le ocurrió introducir variantes, para que nuestros defensas, ya talluditos y nuestros magos del centro del campo no tuvieran la exigencia física tan enorme que conlleva la posesión total y la presión alta. Desde entonces, y salvo casualidades,  todos los torneos han sido calcos de los otros, con jugadores que no son los idóneos para este tipo de juego, y, sobre todo, con un estilo de juego que no se adapta a los participantes. 

Yo jugaba al baloncesto desde siempre, y aprendí, sin darles nombre, todas esas cosas que se aprenden jugando contra gente mejor, más alta, más entrenada. Aprendí a desquiciar al contrario sin desquiciarme, a jugar con el cuerpo, a bloquear los espacios, a saber encajar una canasta, pero, sobre todo, aprendí a aprovechar las oportunidades, a estar concentrado en el momento necesario. Cuando dejé la Universidad dejé de jugar y solo volvi a hacerlo, años más tarde, con mis excompañeros de carrera. Casi todos, salvo Andrés, provenían del fútbol y aprendieron como un mantra que no se podía tirar a canasta hasta que no se dieran cinco pases.  ¡Joder!, por mucho que les explicara que aquello no tenía sentido si no intentaban buscar posiciones diferentes a las de partida, no se movían. Eran altos y estaban en forma, pero casi nunca ganaron, a su forma de entender los cinco pases, se sumaba todo lo que los contrarios hacíamos, algo tan sencillo como jugar y divertirnos aplicando lo que sabíamos hacer. Y hay algo en ese mantra, en esa rigidez estática y tan futbolera, que me recuerda a la bisoñez de nuestra selección. Que no es mala por edad, ni por calidad, sino por estrategia. 

Recogiendo recuerdos y Mundiales, de las decepciones españolas me salvaron Italia en el 82, Argentina en el 86, Argentina y Camerún en el 90 y Francia en el 98. No recuerdo Mundiales anteriores, ni tengo especiales buenos recuerdos de otros campeonatos. Mi periplo vital no está unido a estas imágenes, aunque conforman un conglomerado absurdo de belleza, fuerza y números. No podría decir que fui feliz del 82 al 90, o en el 98. Tampoco infeliz con las decepciones españolas. Ni mi vida mejoró tras julio de 2010, salvo en el espacio interior más íntimo que está junto a la autoestima. 

Parece absurdo unir mi mundo emocional a las veleidades de un balón, a la conspiranioca idea de que está todo casi decidido, a que no cuentan el juego y la calidad sino el dinero y la buena relación con los capos de las federaciones. Es absurdo y me representan más los cursos escolares que los períodos deportivos entre Mundiales o Juegos Olímpicos. Pero no niego mi condición ciclotimica y mi tendencia a ver el lado oscuro de mi vida, justo como lo que ocurre con nosotros tras cada Mundial..

martes, 23 de noviembre de 2021

TURISTA

Si hubiera de mirar esta ciudad con ojos de turista, y, si se diera ese deseado caso, me correspondiera elegir una calle como memorable, o bonita, o tan solo decente, no hallaría donde elegir. 

Con esa perspectiva, y perspicacia, que tiene el visitante ocasional vería la verdad de las calles; aún cuando si por una casualidad estuvieran limpias. Y podría contar que están hechas a retazos, con recortes de otras calles, con faroles de otras épocas, con piedras de otros lugares, con ideas de unos y estropicios de muchos. 

Mi memoria recae en una calle de pronunciadas pendientes, una cuesta, que, a mitad de recorrido, hace un pequeño giro a la derecha, si el sentido del caminante, o de la vista, es descendente, o al contrario, que un turista deambula como nadie, y lo mismo asciende que desciende, que ese es el ánimo de la visita, exprimir las acciones y las visiones. Pues si ha de recorrerse esta calle, o tan solo mirarla, se descubrirán mil pendientes y adoquines, y ondulaciones y asfalto, y desniveles y algo que no se sabe qué es, si piedra u hormigón o cualquier otra cosa que sea distinta a lo anterior y dañe la vista. Así es la senda que se puede recorrer, a la que afloran calles de pretensión moderna y calles que fueron antiguas y han decidido morir. Que se ilumine ya es un logro, aunque sea con una luz macilenta y triste, porque a hermanas suyas las alumbran modernos bastones de luz que quieren representar el progreso y que parecen, en contra, una compra de saldo en un pequeño colmado de dueño oriental al que se ha acudido un domingo a deshora. Y que ni están iluminadas ni llegarán a ellas las luces públicas, ni las luces de los que las conciben, que a la vista queda claro, aunque sin luz, que tampoco existen. 

Es triste está decepción, pues todas las vistas podrían confluir en la excelsa iglesia construida a las faldas del bastión medieval, pero se interrumpen en un zigzagueo de cornisas, postes amarillos, cintas bicolor que prohíben el paso y la mirada, y mensajes publicitarios sobre las fachadas desiguales de cal, pizarra, ese engendro que llaman perlita y azulejos. Y la vista, y la mirada, y hasta los ojos, sufren. 

Haré trampa en esta historia, pues no desconozco los lugares recónditos del pueblo, y pasar a lo evidente, a los olvidados campos y al engañoso olivar, al león sedente de la campiña, herido por la voracidad de buitres en su costado, o a la triste serpiente de mar que antaño fue un río, sería tirar a blanco fácil. También lo sería pasear por los artificiales jardines que exhiben, como si fueran un muestrario vegetal, ejemplares de mil hábitats, y que a nadie benefician, pues ni los árboles se encuentran a sus anchas, que ya lo dijeron ellos mismos en su asamblea Ent, ni lo está su savia, sedienta siempre del líquido que alimenta la vida de las gentes, que llenaba los pechos de las madres, ahora más vacíos, que el trópico demanda el agua de sus fuentes. O por ese mastodonte, por ese prodigio en el que se pierden los dineros y los tesoros, que llaman espacio regenerado, que no es sino un cementerio de ilusiones y desmanes, un verde impostado en las cicatrices de la tierra; de donde antaño mordieron las máquinas y la avaricia humana, beben ahora las promesas de un futuro de mentira y, si antes devoraron la piel de la tierra, ahora matan al devenir prometido. 

Y la trampa se hace pues la belleza posible queda oculta, tras matojos y tras piedras desabridas, en paisajes, afortunados paisajes, olvidados para el hombre, en donde las secas zarzas viven su muerte y resurrección cíclica, adonde fluye el agua y marcha libre hacia donde la gravedad y las energías potencial y cinética la dirigen, adonde el agua es pura, ya sea salada, caliza o dulce, pues este agua es libre y como tal no sabe a quién besará y bendecirá, sino que corre lejos de calibres y de usos, sobre el musgo vivo y sobre secas tierras que adquieren su olor a humedad, sin ser remansada nada más que por el abrazo de la tierra que se ahueca para acogerla. Y es bella la roca desnuda adonde no llegan las máquinas, adonde no conducen las ruedas del ciclista sino las alas del buitre y del águila, las pezuñas de las cabras, las patas de musarañas y ratones de campo, o el vientre de las culebras. 

Y es que nace esa naturaleza libre de ideas, sujeta a las leyes primordiales, las que se originan en la existencia, las que explican por qué sale el sol, por qué llueve, por qué fluyen los arroyos... Y es que esta ciudad renace cada vez que la salvan los ilustres, de una forma estas semanas, de la contraria las próximas y todas distintas a como fue hace otras cuantas. Que es esta antigua ciudad una concurrencia de ruinas despojadas de sus propias ruinas, un lienzo en el que conviven la falsa abstracción con el rancio costumbrismo, el inspirado boceto con el retocado dibujo, un pastiche de ideas iluminadas que ninguna alma sobria habría dejado aflorar.  






viernes, 23 de abril de 2021

RAPSODIA DE HISTORIAS ALREDEDOR DE UNAS COPAS DE VINO

Las copas están sucias, unas muestran restos de un albariño dorado, otras las del potente, y común, rioja que han preferido otros invitados y dos de ellas muestran restos de vino y desprecio. Ha habido quien ha cometido un sacrilegio pagano mezclando en el interior de las copas los posos de la bebida, un par de servilletas y unas cuantas colillas de cigarrillos rubios.

Vacío las copas, mordiendo esta suciedad y envuelto en una pena inexplicable mientras los restos del vino caen al fregadero. El tacto fibroso y astringente de los filtros, ahora húmedos, acrecienta mi repulsión y malestar. Abandono las copas en algún sitio y me entrego a una ensoñación irredenta como penitencia por la conversación robada a estas copas de vino mancilladas con desdén. Las conversaciones son historias que nunca serán contadas en voz alta, disparates nacidos en los efluvios perdidos.  

En mi ceja izquierda hay un pelo rebelde. Es un elemento de mayor calibre que el resto de congéneres que habitan sobre mi arco ciliar. Este pelo, insignificante en tamaño frente a mí, frente a uno de mis dedos, frente al mundo, me molesta. No es un dolor normal, ni moral a pesar del aspecto de viejo escribiente que me da, sino un agudo y continuo dolor, como el de un cable horadando mi piel. 

Este pelo, este grueso vello, esta cerda, esta púa, me atormenta. En días benignos, incluso en días de confinamiento, se lo arrebato a mi cuerpo con unas pinzas de depilar, pero eso no es siempre; otras veces lo dejo crecer, sin cariño ni olvido, sino con el beneplácito de que su existencia lo convierte en mi esclavo privado, ese que me recuerda que debo morir, que debo envejecer. 

Recuerdo una vez que su rebelión fue larga, que había construido un imperio ocupando cual serpiente todos los huecos que el resto de vellos de la ceja dejaban. Con los días me había acostumbrado al dolor, a su continua presencia, incluso al lento ruido con el que crecía, pero, una vez, al mirarme al espejo vi una especie de infinito sobre mi ojo derecho, un infinito de grueso trazo, de miles de vueltas; esa vez lo arranqué a mano, aunque bien debiera decir que lo arranqué con las dos manos y que pude averiguar su peso pisando la báscula. No es señorial ofrecer medidas exactas sobre elementos del cuerpo humano si no se es médico, sastre o tallador del ejército, así que acotemos este peso en una cifra indeterminada entre el de una lenteja y un melón. 

He conocido a un personaje con una extraña virtud, es un hombre sin ningún sentido del ritmo, ni absoluto, ni parcial. Este hombre es monitor, en varios gimnasios, de esa bendita modalidad de ciclismo de salón que se practica al son de canciones. Por fortuna para mí, a pesar de mis periplos, a pesar de mis veleidades deportivas, solo coincido con él en uno de ellos y en pocas ocasiones. Siempre que puedo lo evito, y puedo jurar que en esta acción de escape no influyen ni su estatura, ni su forma física, ni su calvicie y, ni tan siquiera, que no entienda sus instrucciones, que cuando dice baja es sube y cuando dice sube, y uno piensa que, por compensación, quiere decir baja, a veces es sube, pero no todas, que a veces también es para. Pero no, evitarlo es por una cuestión de salvaguarda de mi memoria operativa. 

En el ciclismo de salón, spinning vulgo dixit, la música acompaña al ejercicio hasta el punto que cada golpe de pedal coincide con un golpe de bajo, de batería, de voz, o, doblando el ritmo, coinciden cada dos golpes de pedal. Una clase aplicada y un experto profesor consiguen un ritmo común en los alumnos. En las clases de este hombre recuerdo las asignaturas de Mecánica y la frecuencia natural de cada cuerpo, de cada estructura. Recuerdo conceptos como la frecuencia armónica, esa en la que varios cuerpos entran en resonancia cuando sus frecuencias naturales coinciden y que ha llevado al colapso a puentes y grandes estructuras. Veo la clase y me maravillo, el monitor ha conseguido con sus instrucciones que todos los deportistas de la sala llevemos un ritmo diferente, por supuesto, independiente al de la música.

Mis acendradas creencias en la normalización y estandarización vuelan por los aires. Para alguno de ustedes será algo banal, para las mentes cuadriculadas ese desconcierto es un crimen natural. En ocasiones, y como antídoto al desorden, intento calcular las frecuencias naturales, las pedaladas por minuto en función del peso del deportista, el color del coulotte en relación a la canción que se escucha, la potencia por sorbo de agua de cada uno, pero mi cerebro entra en overflow en cuanto somos más de tres, ha pasado un minuto y alguien pedalea al ritmo de vals un reggaetón rápido, o hace un esprint con una balada italiana. Abstraerme de eso y fijarme solo en el monitor, intentando autoconvencerme de que él es el que va bien y los demás los que no sabemos seguir un sencillo ritmo de batería, es casi peor. En esos momentos he computado, en un computador mental meramente imaginario, mi frecuencia y la suya, olvidando que hay una música que marca el ritmo, y he acompasado mi frecuencia a un múltiplo de la suya, he calculado el mínimo común múltiplo y me he puesto a pedalear. En un experimento tradicional, si no coincidimos siempre, cada dos, cada cuatro o cada cinco ciclos deberíamos coincidir. En este experimento eso pasa una vez, las otras veces ocurre cada 3,1556 la primera, cada 4,2355 la segunda o cada 23,56554 la tercera, si en la clase da lugar a una nueva coincidencia, que es raro el fenómeno. Alguna vez incluso mirando al profesor en el espacio que ocupa ha habido como un vacío que perturbaba la luz, el espacio y la materia, como una especie de borrón incomprensible. En esos momentos, he llorado; para mí que se obra el milagro y se demuestra la existencia de la raíz cuadrada de -1.

Algunos piensan que es un mal monitor de spinning y no se dan cuenta de que, en realidad, somos afortunados de contar con tal prodigio, de que su arritmia ciclopédica, es, a la vez, un ejercicio de seguridad evitando la resonancia del gimnasio y un experimento de Física Teórica sobre el movimiento de partículas subatómicas que este genio realiza con alumnos de gimnasio. Y esto lo sé tras matar neuronas y neuronas en cálculos e iteraciones interminables.

No acierto a saber en cuántos milímetros cuadrados reside mi equilibrio, mas, seguro que, dado mi peso, nada liviano, y dada la superficie de apoyo de cada rueda sobre al asfalto, reducida por la presión interior del neumático, la presión por esa área es alta. Muy alta. A veces pienso que vencer esa presión es lo que me impide ser más eficiente en la bici, o quizás solo eficaz, pues ni una ni otra cosa consigo. Luego, justo cuando me sereno, pienso que nada tiene que ver la presión con el rozamiento, y que este solo depende de mi masa. Y que, menos aun, la presión tiene nada que ver con la fuerza que he de vencer del aire, resistencia líquida y variable. Son asuntos de aerodinámica y de masa, que quiero convertir en algo trascendente y que tienen más que ver con mis malas costumbres: sentarme de forma inadecuada y comer más de la cuenta. Volvamos al principio, a los principios: son las conductas aprendidas en la niñez las que nos modelan. Y no me inculcaron nada sobre la bici, ni sobre la comodidad, al contrario, siéntate recto, hombros atrás, comételo todo, no dejes nada en el plato; principios que cumplo, posturas que engrandecen al viento y a la gravedad.  

Miro la banda de rodadura de la rueda delantera, acaba de llover, y el asfalto está húmedo y sucio. Esa delgada línea empuja hacia mí, hacia su motor, un hilo de agua marrón. Lo miro y lo siento, pues cada una de sus gotas, por microscópica que sea, va golpeando ora en mis piernas, ora en mis manos, ora en mi cara, que todo depende de la inclinación de la carretera y de algún soplo eólico. Arrecia la lluvia y esa línea marrón se vuelve clara, casi transparente, que hay que estar avezado para distinguir entre la pureza del agua el grano de alquitrán que se despide de forma centrífuga o la brizna de hierba seca. Es curioso este fenómeno del agua limpia, pues si entiendo que el agua estancada en la carretera me manche y ensucie mi bici, mi piel y mi ropa, no entiendo que el agua clara no las limpie y que, sin embargo, las ensucie más. Es en ese momento cuando cae un aguacero, de agua limpia, que me empapa, que crea una cortina de agua sobre mis gafas, y dejo de pensar en microgotas como de aspersor y me centro en controlar mis manos, mi bici, la bajada. Como para quien quiera buscar siempre hay algo, pienso en lo fría que está el agua, que vemos llover y nunca pensamos en eso, en la temperatura del agua, que todo nos parece una ducha, y concluyo que no serán el viento y la masa los que me retienen, que no será la falta de tensión ni de fuerza de mis piernas, sino un ancla al mundo de las divagaciones, de los sueños, el que me ata y me frena. 

A divagar se le llamaba en tiempos filosofar, quizás ese nombre venga grande, porque quizás ese nombre una a Aristóteles con el bebedor taciturno e indolente de taberna cordobesa, porque quizás una la austeridad y la rectitud con el olor penetrante del vino en la barrica, así como huelen esos lugares cuna del senequismo. Los estudios de Filosofía nos quedaron grandes a los que los los tuvimos que pasar, y sufrir, y disfrutar, en nuestra época, pero para los estudiantes actuales son materia incomprensible. Para la Filosofía es necesaria la reflexión y para esta, la pausa. Esa pausa, la lentitud, la concatenación de ideas y de genialidades perdidas, es materia de otra época, casi de tiempos en sepia o en blanco y negro. Una persona que viva al día, al segundo, que reaccione por impulsos a la lectura de un mensaje electrónico o un eslogan de pocos caracteres, vive cerca de su cerebro de reptil, entendiendo las ideas de otros como amenazas. Un cerebro así está lejos de la plenitud estelar, de ese mundo de brillos sobre la negra bóveda nocturna en el que brotan ideas como cometas; habrá, pasarán, pero será tras el tiempo, tras el largo aburrimiento y la observación extenuante. Malos tiempos para el saber al que han derrotado la rapidez de la inteligencia electrónica y la mentalidad salvaje del hambriento. Que son voraces hijos los que devoran a la madre, impías máquinas, impíos informados los que fagocitan la inteligencia.

Los poetas tienen algo de filósofos, hablemos del ilustre sevillano que recordaba limoneros, hablemos del poeta del pueblo, hablemos del fatalismo lorquiano. La poesía es Arte mayor y Arte menor, que fuera de la evidencia semiótica, del metalingüismo que es decir esto, es verdad. La más elevada y pura, y difícil de las formas de escritura es esta, la poética; el oficio de encuadrar en un número de sílabas las palabras de amor, la imagen pura o la rabia, de retorcer las líneas encajando, como filigranas, los ritmos, las subidas y las bajadas, es oficio de genios. Arte inalcanzable para los mortales. Cada voz de un poema es una voz que trasciende, ya sean el poema chusco, o las torpes rimas asonantes con que, a menudo, nos quieren deleitar los vates locales. Estas voces, que recogen las palabras inmundas que en su orden y con su sonido no merecen escribirse, son útiles como ningunas. Que cuando no son presuntuosas, ni engreídas, ni engoladas, hablan del alma del escritor y que, cuando son pretenciosas, aun dicen más, pues nos pueden mostrar al adolescente en fiebre de amor o al idiota creyéndose inmortal. Arte, en suma, el poético que desvela el alma del escritor o al escritor de muchas almas; arte menor para conocer almas, Arte mayor para vivir las vidas del poeta.

En la prosa se procura la belleza. Por muchas formas, desde la brusquedad y provocación hasta el poético escrito, desde la carta de amor a la novela descriptiva o intimista, el autor busca la emoción, base de la poesía. Platero y yo es obra poética, de estructura métrica desconocida hasta su escritura, que los versos son capítulos y las rimas repican en el alma. Mas, sin caminar por esta frontera etérea, podemos pisar sobre la belleza en obras que promueven la náusea o la tristeza, la sonrisa o la erección, en obras con frases cortas, incluso con una única palabra, o rebuscadas, retorcidas como aquel vello del que se habló. Y estas estructuras y formas, bien ordenadas, bien conjugadas, pueden emocionar, perturbar el espíritu, así como hacen los poemas. 

Mis escritos son complicados, lo sé. Y nunca tienen una forma común, lo sé. Mas me dicen que se reconoce mi estilo y eso me halaga. Intento buscar el ritmo adecuado, la idea apropiada, la reflexión serena y esconderlas en arabescos imaginarios, en visiones propias, en un lenguaje común pero poco frecuente. Lo intento y lo más difícil es ser, en esa lid, un triunfador. Mi viejo inspector Gutiérrez espera una oportunidad y una idea; las hay, pero desarrollar una trama me parece complicado y más relatarla a fuerza de fogonazos, con la suma de imágenes, sin la concatenación propia de una novela; y con esas oraciones tan largas y retorcidas que me salen, se me antoja proeza para otros tiempos. Que es verdad que son oraciones largas, llenas de palabras, sin pausa, pero que no es que salgan así sino que así se pretenden las más de las veces. 

Entrevisté al viejo inspector Gutiérrez hace tiempo, debiera entrevistarlo más a menudo para sondear su opinión y la deriva y olvido con que lo trato, pero me quedo con lo que me dijo: "Amigo, tiene ante usted a un personaje que le puede valer para casi todo. Y cuando le digo casi todo lo primero que excluyo es que pueda servir como protagonista de historias galantes. El inspector Gutiérrez, ponga usted eso de viejo si le parece más literario, no tiene esa suerte; jamás ha resultado atractivo a nadie. En cambio, sí le puede valer para desengaños amorosos y amistosos; para hablar de corrupción, de misterios, de encuentros con personajes de verdad. He conocido a mucha gente, desde el profesor Arresye a Lipschitz. Algún día le contaré cómo investigué a un sospechoso de ser intelectual y de cómo él me llevó al norte de África para descubrir el origen del himno español y de una derrota de los portugueses silenciada por la historia. También le gustaría saber de la existencia de un rama científica de la Iglesia católica, han llegado a tales límites en la Física que están en un punto en el que no saben si deben descartar la existencia de Dios o si lo han materializado. Pero, en un ámbito mucho más local, hay dos historias que le gustarían. La primera tiene que ver con un suceso que investigué en mi primer caso en Sevilla, en el entorno de la Alameda. En aquella época, cuando la Alameda era la Alameda, viví una historia de sacrilegios, mutilaciones y corrupción policial. No le adelanto el caso, digamos que nunca acaban mal del todo para los malvados sus tropelías, digamos que este es un ejemplo; pero le adelanto que, en una carambola del destino, pude vengarme. Mi otra historia es un caso de falsificadores; pensará usted que falsificadores de arte o de moneda y errará. Se trata de un caso de falsificadores de la Historia, un amigo cordobés afincado en Grecia me advirtió de lo que allí estaba llegando. De repente, la Historia tal y como la conocemos, estaba mutando, poco a poco. Ya ni Mérida, ni Córdoba, ni Toledo, ni Cádiz, ni Ampurias estaban siendo mostradas como las capitales que fueron, y para los griegos, Madrid y Sevilla, ya eran los faros de la Antigüedad y del medievo. Descubrí que no solo estaban llegando esas historias a Grecia, sino a toda Europa, y a los propios libros de texto de España. Se trataba de un grupo de historiadores que antes habían hecho lo mismo con la historia catalana, algo de risa, y que se vendieron a otro postor, esta vez, en favor del centralismo. Si se quiere usted reír, hágalo, pero déjeme que le cuente que aquello casi que me importaba un pijo, lo que me indignó fue como un club de Sevilla contrató a este equipo y pervirtió la historia. Que descubrí la falsificación de documentos y cómo, de repente, el Recreativo de Huelva había perdido su condición de decano del fútbol español. Este club que le digo, preparó actas falsas y periódicos falsos, sí, como en 1984 de Orwell, y adelantó 15 años su fundación hasta 1890. Solo puedo adelantarle que de lo que resolví no puedo contar más pero, desde entonces, tengo pase libre a varios estadios; por supuesto en Huelva, pero también en los de rivales, que el varapalo para el club falsario fue mayúsculo."

Al viejo inspector Gutiérrez lo encontré hace poco de casualidad. Es más viejo y su aspecto lo demuestra. Sus arrugas, sus canas, le dan el aspecto senatorial que merece y que, creo, siempre buscó. Lo he encontrado en la terraza de una cafetería, aprovechando el sol de invierno, bebe una infusión de manera elegante, como han hecho siempre los extranjeros con posibles; sobre la mesa el azucarero, la jarra de leche, la pequeña tetera y una botella de agua mineral acompañan a la taza y al vaso cristalino lleno solo hasta un tercio de su altura con el contenido de la botella. Me habla y me comenta que ve una sombra sobre mi ojo, como si hubiera un vello rebelde pugnando por dominar ese espacio. Me habla y me dice que me ve más delgado como si no supiera llevar el ritmo, como si hubiera perdido el equilibrio, que a ver si no voy a saber ahora ni montar en bici. Me habla y me recuerda que hace tiempo que no lee nada mío, que si he dejado la escritura, que, quizás, podría haber escrito algo bonito sobre él o sobre la vida de alguien. Me habla y me dice, olvida, olvida, en el olvido está el homenaje, sepulta lo que sea en tu memoria y conviértelo en abono para tu vida, para tu esencia. Y, me aconseja, que, nunca, nunca, filosofe con tristeza; que nunca, nunca, pida una copa de vino para olvidar; filosofa con tristeza cuando el vino no la amanse; usa el vino para divagar pero no para apaciguar tu alma; calienta con el vino tu corazón y templa tu cuerpo, pero no inflames tus aflicciones con alcohol. 

Me habla y me dice: "Los jodimos. Nos ha costado caro pero los jodimos. Quisieron ser más antiguos incluso que el fútbol, pero los jodimos". Y, dichas estas cosas, se levanta, me saluda tocándose un sombrero imaginario y se despide. No sé si hasta siempre. 











viernes, 24 de agosto de 2018

EN LA MONTAÑA

A medida que asciendo por la ladera siento, cada vez más, mi carga más ligera. Cada etapa que cubro me remite a un libro escolar en el que se suceden paisajes y climas húmedos, boscosos, áridos, nevados y mortales.

Asciendo tras dejar la orilla de un caudaloso río en el que he calmado mi sed, en el que también he lavado mi piel y mis ropas para ascender lo más puro posible, ensuciando mis ropas solo con el polvo del camino de la montaña, para sudar solo sudor de la humedad de la montaña y para ser solo montaña sobre la montaña.

Un bloque cerrado y algo sombrío es el primer parapeto tras la llanura. Conífera tras conífera, algún helecho y algunas plantas y árboles cuyo nombre desconozco, aunque alguna vez lo leí, esconden el sol y llenan de sombra un camino almohadillado de hojas de pino, hojas ahusadas y frutos con coraza. Durante este terreno ya he olvidado si la ropa que traigo es tan vieja que me avergüenza vestirla o si, por el contrario, es tan nueva que también me ruboriza estrenarla. En este bosque no pienso en otra cosa sino en andar, sentir bajo mis pies el camino reblandecido; en el sordo crujido de la vegetación más seca, en oler la savia y la resina de las heridas de estos árboles.

Arriba, apenas un poco más arriba, el camino se vuelve un camino ralo; se esconde de vez en cuando entre algún arbusto y, resistente, asciende tortuoso, entre piedras, sobre polvo, sobre raíces rastreras. A estas alturas ya he olvidado la herencia, el coche abollado, el dinero gastado, la botella de vino que he dejado a medio beber y la Roner que se ha comprado un idiota. Podría ser que la falta de oxígeno afecte a mi cerebro, pero sé que no es ese el motivo de mi olvido; sé que son cosas tan pequeñas que han caído por los agujeros de mi mochila, esta sí es vieja; sé que son cosas que quieren estar sobre la tierra y yo estoy ascendiendo. ¿No véis, cosas, que ascender es sinónimo de elevarse? ¿No véis, cosas terrenas, que no podéis elevaros? ¿No veis, cosas, que estáis vacías pero pesáis?

Apenas quedan plantas, reptiles, vida, al tomar el tramo árido por el que subo ahora. Esta mañana al despertar, con mi mejilla sobre el saco y el saco sobre el suelo, he visto una llanura, una llanura salpicada de neveros, de rocas caprichosas; he visto saltar a un conejo blanco y he creído que era una ilusión. Pero la sensación de enfrentarme ahora a una planicie inclinada e indómita, como si fuese un gigantesco tobogán me embriaga, y decido no pensar en el conejo, o conejílope, pues otra cosa no puede ser.

Habrá un día en el que mire desde la distancia esta mole granítica, un día en el que observe la desértica montaña, la inclinación imposible y piense en que fui capaz de subir. Y me sorprenderá. Ahora no; ahora subo, escalo, trepo; fijo mis crampones de saldo sobre el suelo, me aso a los salientes que me ofrece mi camino y me elevo un paso; así, paso tras paso, esfuerzo a esfuerzo, el camino se hace, arduo, duro y limpio. Limpio de todo lo que no sea camino, asegurar el paso, mirar la cima y planear dónde colocar el pie. Pues el objetivo lejano no puede alcanzarse sin lograr el objetivo inmediato. Por un breve momento pienso en esa idea, mas sin desecharla la olvido; estoy en un camino y el camino es caminar, caminar, caminar.

Es la tarde, casi al atardecer, cuando he alcanzado la última etapa. Estoy bebiendo agua, comiendo un bocadillo y, ahora sí, puedo pensar; puedo mirar hacia arriba y ver a un par de horas de subida la planicie de esta cima; puedo mirar hacia abajo y admirar la senda recorrida, y recordar a Machado, y pensar que desandaré mis pasos, podría andar sobre mis huellas, pero transitaré el mismo lugar, el mismo sendero, y no serán nunca el mismo camino.

Emprendo ligero de mí la última etapa; tras pasar la noche en el vivac, algo de mí, lo superfluo, lo pesado, lo incómodo, ha quedado atrás. No olvido lo que dejo allí sepultado, lanzado ladera abajo, pero no pienso en ello, no me arrastra; esas ideas flotan como los copos de la nieve que, a veces, están humedeciendo y refrescando mi rostro. Este sendero es suave, parece una escalera sutil, tallada en la roca, forjada para los hombres que la subimos. Fácil parece, sé que no lo es, pero la cima, con su aliento, parece arrastrarme hacia ella. Hacia la cumbre, hacia el límite del cielo.

Una planicie, no mayor que mi casa, es la cima. En ella algunos monolíticos pilares, enhiestos, verticales, la convierten en un antiguo lugar de culto, de adoración. Sé que es imposible, que no ha habido hombres cargados de herramientas que anduvieran este camino para construir este lugar, lo sé. También sé que estoy solo, aquí, en la cumbre, junto al origen del cielo y el inicio del mundo.

Un día aquí es un mundo. Si alcanzar la cima fue un viaje, conocer la cima, encontrarse en la cima, conocerse en la cima, es otro. Y puede que sea mi viaje hacia la locura porque lo que veo no es la visión que debe tener un hombre cuerdo. Me duele un poco la cabeza, es cierto, y hasta he temido sufrir el mal de altura, pero abajo, junto al equipaje que me lastraba, dejé la hipocondría y tengo que suponer que no es ese mal el que me afecta, sino que es una alucinación encontrarme con un hombre en la cumbre.

Mis montañeros amigos me dirán que casi nunca se hace cima en solitario. Y eso sería esperable. Pero sé que desde hace días, meses, no ha subido nadie aquí. Y este hombre estaba aquí antes de que yo llegara, así que, de ser ciertos los datos que manejo, este hombre llegó en la última temporada de escalada. Si así fuera, de qué ha vivido, qué lo ha alimentado, qué ha hecho. Todo eso suponiendo que siga vivo, puesto que, desde que esta mañana lo vi, ya hace horas, no se ha movido de lo alto de uno de los monolitos. Espero, y espero asistiendo al espectáculo que puedo vivir, el de la naturaleza, el de mil temporadas y estaciones en la cumbre, pues así se suceden aquí las nubes y el viento, la lluvia o el granizo, con el sol, el calor o el frío. Espero, y además de esta naturaleza salvaje, de este abrumador espacio, lo que encuentro no es sino silencio y un hombre encaramado a una piedra, inmóvil. Y en silencio.

Puedo contar que la segunda jornada y la segunda noche no se han diferenciado en nada salvo en que he sentido frío y entumecimiento, un poco de hambre, un poco de soledad, que no siento como algo buscado, sino como una especie de hambre más, hambre del alma. Puedo contar que dudo, que sueño, que desespero porque no sé qué me ha hecho venir, subir, sufrir y esperar en esta cumbre. Puedo contar que sé que se siente frente a lo inmenso en solitario, nada si eres fuerte. Todo, como si fueras alguien perdido en la muchedumbre, si no eres tan fuerte.

Al tercer día, e imagino mis enseñanzas católicas pugnando por manifestarse, he decidido cambiar y girar la monótona sucesión, y lo hago, ejemplo frente a modelo, subiendo y sentándome con las piernas cruzadas sobre una de estas losas. Y allí quedo, allí rezo, allí siento que quizás allí quede para siempre, que quizá allí rece, coma o recuerde por última vez.


  • ¿Cuál es tu nombre?, es la voz del montañero que está frente a mí. Su voz me llega pero sé que no habla. Lo sé aunque mantengo cerrados mis ojos; lo sé aunque no me haya movido. Lo sé, aunque no sé por qué lo sé.



  • ¿Importa mi nombre?, ¿acaso importa eso? Me importa saber que quise ascender y ascendí, que quise subir y subí, que quise estar solo y estás tú. ¿Cuál es tu nombre?, por cierto. 



  • Podría ocultártelo, hacer como tú y esconderme tras una máscara de ignorancia, pero no me conduciría a ningún lado. Y quizás fui descortés por no presentarme primero. Mi nombre es Miguel, he venido de muy lejos a meditar a esta montaña. No sé cuánto tiempo hace que llegué, pero aquí estoy , rompiendo mi silencio para darte la bienvenida.


Sus palabras fueron educadas, casi dulces, dichas con el cantarín español que se habla en América; aunque no sé si, en realidad, ese acento es un recuerdo que he construido o fue el que me habló aquel día. Sus palabras me animaron a contestar.


  • Sabía que llevabas tiempo aquí. Allá abajo hace tiempo empezaron a restringir los permisos para la montaña y yo solo conseguí uno gracias a cierta lotería; pero era el primero desde la pasada temporada de ascensos. Lo que no sé es cómo has sobrevivido aquí.



  • Aunque te extrañe vine a meditar, a revivir en todos los sentidos mi vida y solo ha hecho falta vida para alimentarme. Aunque te extrañe, algo que veo en tus ojos, algo que se anticipa a las preguntas que te haces, vine, como te dije, a meditar, a decir adiós a parte de mi vida, a hacerlo en silencio y soledad.



  • Gracias entonces por sacrificar tu silencio; perdón por romper tu soledad.


Sentí como Miguel apretaba sus ojos en señal de aprobación y relajaba su alma. Jamás he sabido cómo se sienten esas cosas, cómo se percibe el alma de otra persona, cómo la oscuridad y la distancia pueden hacernos percibir eso. Jamás lo supe hasta que lo sentí. Con los ojos cerrados.


  • ¿Has subido con un objetivo deportivo?


Negué con la cabeza.


  • No. Podría parecerlo, podría haberlo hecho, pero no. Sería una mera excusa. En realidad busco algo. 



  • ¿La soledad?



  • No. Sé hacer cosas solo, ver películas solo, trabajar solo, entrenar solo, pero no llamaría a eso soledad. No quiero ser un solitario; aunque a veces lo parezca, no. Tampoco sé muy bien lo que busco, no sé si me perdí en algún camino y creo que desde aquí, a vista de pájaro, sobre él, puedo verlo y encontrar el desvío en que me perdí; no sé si busco una encrucijada o si busco encontrar algo o despojarme de algo...¿Y tú?



  • Te contaré lo que hago yo aquí, pero creo que usaré parte de tus palabras. Hace años encontré el hombre perfecto para mí; sé que es egoísta pensar así, pues él habría sido perfecto para cualquiera; y sé esto porque él me hacía pensar, y sentir, que yo era el hombre perfecto para él. Un día, durante uno de esos caminos de la existencia, él cogió un oscuro sendero hacia el otro lado de la vida y lo perdí. Subir aquí me hizo creer que estaría más cerca de ese mundo que ahora él habita. Subí aquí pensando que me despojaría de la tristeza de no tenerlo, soñando que encontraría algo de él que ya no tengo. Y desde que subí ando meditando, buscando algo, soñando con algo que no sé qué es.



  • Siempre pensamos que los caminos de los demás son más fáciles. Permíteme decirte que creo que no hayas venido tú, sino que has venido porque él te ha llamado y te ha traído asiendo tu mano, porque es posible que hayáis caminado juntos muchas veces, uno junto al otro, separados por el telón que separa dos mundos, y que te ha traído aquí al punto donde se unen ambos, este confín entre cielo y tierra, para estar lo más cerca de ti posible. 


Miguel lloró, rompiendo su silencio, con sollozos ahogados, con temblores de hombre, con franqueza de niño. Lloró y lloró hasta que lo rindieron las fuerzas. Nunca he sabido el tiempo que tardó en volver a hablar.


  • Amigo, llevo aquí mucho tiempo. Contigo en esta cima he compartido apenas un momento, es lo suficiente para considerarte mi amigo. ¿Puedo considerte así?



  • Gracias. Claro que puedes. Yo también te considero mi amigo. Así lo siento. 



  • Dices que has venido perdido, sin saber lo que buscas, pero a mí me has hecho encontrar algo que no sabía que buscaba. ¿Sería eso, encauzar mi búsqueda, lo que tú buscabas?



  • Esa puede ser una de las razones que me trajeron. Pero debe haber algo más, algo que calme mi sed y mi hambre. 



  • ¿Por qué has venido solo?



  • En realidad porque pensaba que no necesitaba subir esta montaña, que ni me sobraba ni me faltaba nada. En realidad, he subido por mi pareja.



  • ¿Te ha abandonado?



  • No, ¡qué va! Mi pareja ya subió otras montañas; subió y regresó y ha vuelto a subir y a regresar. Pero nunca me ha contado qué busca en la montaña, qué la ha traído, qué le da esta cumbre.



  • Amigo, entonces lo veo claro. Sigues a tu pareja para estar con ella, para comprenderla; habéis subido solos porque cada uno tiene caminos distintos y es posible que montañas distintas.


Esta vez fui yo quien calló; quien lloró con sollozos ahogados, en el silencio en el que me enseñaron a llorar.


  • Miguel, ¿cuánto tiempo debemos estar en la montaña?



  • Hasta que la montaña nos diga que bajemos, hasta que nos encontremos; hasta que yo encuentre la manera de hacer que él viva en mí sin morir cada día otra vez.

El silencio domina un tiempo infinito. Un infinito imperceptible, apenas una lágrima de tiempo en el océano eterno.

  • Miguel, ¿lo añoras?



  • Sí.



  • ¿Lo quieres?



  • Sí.



  • Miguel, es tiempo de bajar.


Y Miguel con su poderosa imagen de nativo ancestral abrió los ojos, me miró, besó mi frente y empezó a descender con ligereza mientras yo quedaba sentado sobre el monolito.

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Jamás he sabido si hay algo en las alturas que nos conduce a la más dulce locura; si la escasez de oxígeno, la ligera presión de la atmósfera o nuestro cerebro preparando dulcificar la muerte nos preparan emboscadas como esta. Jamás lo sabré.

Con el tiempo he sabido que es verdad que escalé la montaña, un ascenso arriesgado, pero planificado, sin apenas medios. Con el tiempo he sabido que otros que hicieron algo similar lo vendieron como una gesta y fueron considerados héroes; sabiendo el poco valor que tiene hoy la palabra héroe tampoco es demasiado impresionante esta consideración. En mi caso la escalada se tomó como algo normal y cotidiano, como un viaje a la playa, un desplazamiento al trabajo o casi como ordenar un cuarto. Con el tiempo, para el mundo se ha olvidado mi periplo. Para mí, sueño o realidad, la montaña vive.

Las herramientas de la vida, su instrumental, nos dan a cada uno una montaña, o varias. No todos las ascendemos ni llegamos al confín de nuestra mente y sabemos volver. No todos aprendemos que es el viaje, siempre el viaje, el camino, el verdadero destino del hombre, del ser humano.

Volveré a la montaña. Quizás sea otra cima, quizás sea otro el monte, pero será la misma. Y descenderé, no sé si hacia este mundo o hacia el otro confín.

Sé que no dije a Miguel mi nombre, pero sé que él lo conoce.






domingo, 1 de julio de 2018

UNA DE FÚTBOL

Escogí para vestirme la ropa de la suerte, la de ganar partidos.

A medio vestir me miré y vi los zapatos gastados, las bermudas desteñidas y pensé que estos signos no daban sino empaque a las ropas. Cogí entonces el polo de un color que nunca supe si fue verde o marrón e introduje la cabeza y los brazos, al intentar ajustar los orificios a mis extremidades un crujido me partió el alma, una enorme abertura cruzaba la tela de omóplato a omóplato, mostrando mi huesuda retaguardia. Es cierto que tenía ya alfileres que cerraban sus descosidos y mantenían en su lugar las costuras de este polo. Pero en un ataque de dignidad me había peleado con quien una vez los colocó y retirado su posición estratégica en la prenda. Ahora tenía en la mano unos cuantos aguijones de acero que me pinchaban al menor movimiento, una tela rota que alguna vez fue bonita y nadie a quien pedirle que me ayudara a hilvanar los descosidos.

Compré un nuevo polo, de marca, por supuesto. Lo compré siguiendo el dictado de los polos de otros, con sus colores de moda y los adornos de los otros, inútiles e incómodos. Parecía bonito, pero ni su cara tela era cómoda, ni me hacía sentirme especial y vestido para cualquier ocasión.

Vi el partido. Perdimos. El polo es nuevo, es caro, es inservible. Nunca volveré a vestir la magia de aquel punto tejido bajo la Estrella del Sur con la magia y el oficio de sastres a los que ya nadie compra.

jueves, 14 de junio de 2018

MEMORIA HISTÓRICA

No creo que mi abuelo fuera una persona excepcional, más bien debo recordar que si no tenía todos los defectos que la época consentía a los hombres, sí los frisaba. Es doloroso decirlo así, pues no recuerdo a mi abuelo nunca llegando del trabajo, sino en su casa, con un buen humor genial que se mutaba en insoportable conforme el vino de la tarde iba desapareciendo. 

Sé, sin embargo, que era bueno, que tenía corazón de niño, y que cantaba como un ángel flamenco. Lo doloroso de su historia es que no puedo averiguar nada de ella, y solo encuentro fogonazos de su memoria. Nunca pudo acreditar dónde nació, él cambiaba su nacimiento de un pueblo a otro de Córdoba con frecuencia, quizás porque contaba una mentira protectora que se aprendió con los años, y sobre ella emergía la verdad de su origen cuando afloraban recuerdos de su niñez. Que algo se intentaba ocultar con su origen está claro, y no solo le ocurría a él, los archivos de sus pueblos, los registros de las iglesias, imagino que los de las Casas del Pueblo fueron incendiados y se quemaron con ellos fes de bautismo, partidas de nacimiento, antecedentes y afiliaciones a partidos políticos. Su vida es para mí una serie de estampas quietas, de fogonazos en la sombra: un cantaor que ve en él una perla por pulir, la frustración de ver ese tren pasar y esperar su regreso, la guerra que lo trunca todo, su lucha en el bando republicano con apenas 17 años, su participación en la batalla del Ebro, recoger allí el cadáver de su hermano, retirarlo sobre sus hombros y enterrarlo él mismo. Quiero imaginarlo, sensiblero como era, como es mi padre, como yo también soy, incapaz de ser coherente, dignificando como puede a su hermano, con un gesto de solemnidad dibujando sobre la tumba la misma cruz que años más tarde yo le dibujaría a él. 

Desconozco dónde se rindió, dónde se entregó, dónde lo capturaron, sé que estuvo en un campo de concentración entre Cádiz y San Fernando, luego en el Valle de los Caídos, más tarde haciendo una mili que se cobró el bando nacional. Sé que volvió a uno de sus pueblos, que allí se moría de hambre, que fue minero entre Asturias y León y que se le quebraron los pulmones, y que retornó de nuevo a su tierra. Sé que vivía junto a la familia de su mujer, mi abuela, en una casa cerca del castillo de su pueblo y sé que allí en esa casa siempre había alguien que vigilaba la calle. Cuando la pareja de la Guardia Civil enfilaba la cuesta hacia su casa, mi abuelo y su cuñado se escondían en la planta de arriba, con una navaja unas veces en el cuello y otras veces en las muñecas y una palangana para recoger la sangre. Sé que decían que no podrían soportar una paliza más. 

Y sé que no encontraba mucho trabajo en este, uno de sus pueblos, ni en el otro, otro de sus pueblos. Y sé que no podía ser porque no estaba afiliado al sindicato vertical, y sé que no podía ser, aunque hubiera aceptado por escrito el régimen de Franco, por haber sido rojo. También sé que para vivir en España fuera de la cárcel, que no era lo mismo que en libertad, de alguna manera había declarado ser afecto al régimen de Franco y que eso le valió que otro hermano suyo, que vivía en Francia, lo repudiara. También sé que ese hermano murió, y que cierto cura francés se puso en contacto con él y le comunicó la noticia, aunque no sé si fue ese mismo cura el que escribió la carta en la que su hermano renegaba de él por aceptar vivir en España. No sé de qué parte de Francia hablamos, ni de qué hermano, si es el mismo que fue maquis, o el que mi abuelo quiso reconocer una vez viendo una documental sobre la rebelión de Mauthausen. Siempre sostuvo que su hermano era el que servía una ametralladora. Y aunque los apellidos de mi abuelo no aparecen en los archivos del campo no podré nunca estar seguro de que no llevara razón; descubrimos en los noventa que un primo suyo se cambió los apellidos durante la guerra y adoptó la identidad de un muerto para quedar liberado de alguna condena como la que sufrió mi abuelo. 

Sé que mi abuelo trabajó montando postes de teléfono y de electricidad, imagino que cavando zanjas, portando cable y anclando maderas en el levante español, adonde emigró como muchos de los del pueblo donde vivía. Sé que nunca pisó una fábrica como sus hijos, eran tiempos en los que el carné de rojo perseguía a los que una vez lo obtuvieron con ilusión. Sé que cuando se conmemoraban los 50 años del estallido de la guerra civil, sus hijos procuraron que no se enterase mucho y que ese día toleraron una dosis mayor de vino. 

Sé que quiso obtener un día sus papeles y que el democrático funcionario que se los debía proporcionar, quien en la posguerra se encargaba del sindicato vertical, le pedía una cantidad de dinero por proporcionárselos y que él lo amenazó, pero que el funcionario le recordó algo y él se acobardó. Sé que su mujer y su cuñada peregrinaron hasta el mismo funcionario un mes más tarde y que se encontraron con el mismo chantaje y que también tuvieron miedo. Y sé que mi padre, días después de que achantara a su madre, se presentó ante el funcionario y obtuvo la documentación. 

Sé que se jubiló, que vivió como pudo unos años y que murió. Y sé que a su entierro acudieron una hermana suya y un primo recio y con pelliza de maquis que alzó el puño izquierdo en el cementerio y que volvió a casa en uno de esos trenes oscuros como los del exilio, pensando y llorando que su época y su compañero de guerra habían muerto ese año de 1994.

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Mi madre tenía tatas. En su pueblo, ser la hija de un tendero, la nieta de un herrero y administrador de cortijos, la sobrina nieta de un cura, y ser la hija de su madre, es posible que no le permitieran criarse de otra forma. Tampoco sé mucho de cómo era esa vida, qué tenían y no tenían, cómo vivían, lo poco que sé es que, en principio, no lo hicieron mal y no les faltaron muchas cosas. Sé que una de sus tatas era apenas una mujer, aventuro que puesta a servir antes de tiempo por necesidad, que salía muchas veces a jugar con mi madre y sus hermanas a un patio de la casa donde había una higuera. Sé que la higuera era motivo de juego para mi madre que la vigilaba con ojos golosos para apoderarse de las primeras brevas, y sé que la misma higuera se convertía en escalera para la tata. La tata salía al patio y dejaba hacer a las niñas a su antojo y soñaba, y juraba que algún día lo haría, con encaramarse a la higuera, tijeras en mano, y clavárselas al hijo de puta del falangista que vivía al otro lado de la tapia, que había denunciado a su padre y a su hermano, a los que jamás había vuelto a ver vivos después de su paseo. Ese falangista era el tío de mi madre, hermano de mi abuela, dueño legal de las tierras que heredaron hermanas y hermanos y que los hermanos, en virtud de alguna ley franquista, repartieron solo entre los varones, despojando a las hermanas de la herencia de sus padres.

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Mi abuela podía ser una señora, lo era, la recuerdo peinándose su pelo blanco y fino, en un moño que escondía, y engañaba, sobre la verdadera longitud de su cabello. Yo siempre la vi vestida de negro, vestimenta que partía no del luto y del dolor por la pérdida de seres queridos o de su hijo de pocos meses, sino de una promesa formulada a cambio de que su Dios velara por la vida de su hermano en la guerra. Y sé que el hermano por el que se vistió de negro no fue el falangista que vivía al otro lado de la tapia, aquel fue demasiado listo, y es posible que cobarde, para marchar al frente; el hermano por el que realizó la promesa fue otro, a la sazón también traidor, también ladrón. 

Y me cuesta imaginarla vestida con ropas de otros colores, pero tuvo que ser así, imaginemos que vestida de azul, el día que hubo una revuelta que llegó a su pueblo, y en el que algunos, en nombre del pueblo cogieron un par de escopetas  y se pusieron a dar vueltas por ahí escogiendo a quién darle un correctivo. Y si mi abuela podía ser una señora también sé que podía cuadrarse brazos en jarra, manos al cuadril, y sé que esto hizo ante aquel alfeñique que entró en su casa con ganas de llevarse al cura y alguna imagen de la Virgen. Y sé que el cura había ido allí a buscar refugio, que temía que quemaran la iglesia y a él con ella, y que estaba en el salón. Y sé que ella se plantó ante él y le dijo, no te da vergüenza, Fulanito, tú aquí, en mi casa, para hacer una tontería, tú, que, hace poco, haciendo el fartusco te echaste a la calle para pedir el pan que a ti nunca te ha faltado, tú, que estabas tirado en la puerta de mi casa aquel día cuando entró la Guardia Civil en el pueblo y yo te abrí la puerta, te escuché, te di ropas nuevas, te puse un escapulario y mi crucifijo y juré ante la Guardia Civil que habías venido a mi casa a recogernos para protegernos y poder ir a misa, tú, te atreves a venir aquí, buscando nada. Y sé que aquel hombre se fue, no sé si acobardado o humillado, o ambas cosas; y sé que mi abuela no las tenía todas consigo pero que a nadie de su casa le pasó nada.

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Esta no es la memoria de este país, solo es parte de mi memoria familiar, sobre la que hoy quería escribir porque esta mañana el sol se levantaba frente a mí, golpeaba los girasoles, iluminaba algunos montes y había una ligera sensación de claroscuro y desamparo y pensé en ellos y en su historia. Y sentí que las flores que flanqueaban la carretera nos parecen todas la misma flor, y que nos parece que las historias de los hombres son todas la misma historia, pero no lo son y que, solo cuando se recuerdan y cuando se cuentan, se pueden entonces olvidar y alimentar con ellas el humus de nuestra propia historia, a la espera de que alguien, alguna vez, la recuerde y la olvide.

viernes, 11 de mayo de 2018

DESESTRUCTURAR

Un hombre, una persona, es hombre, es persona mientras permanece completo. 

Un hombre, una persona, está completa cuando su estructura, su esencia, permanecen. 

Si esta esencia se mantiene, este hombre, esta persona, serán ese hombre, esa persona. No podría asegurar qué es lo que compone la completitud de un hombre, pues hay quienes careciendo de partes están completos, e incluso quienes careciendo de alma, animados por una maldad interior, son hombres, malos, pero hombres. Sobre lo que mantengo una certeza absoluta es sobre que hay formas de descomponer a un hombre para que su apariencia sea la de la completitud y su conjunto sea un muñeco de trapo. 

La receta es fácil, y puede ser cuajada a fuego lento o rápido, el resultado será el mismo. 

Quienes esperen los pasos para realizarla pueden dejar de leer, no la daré. Porque quienes esperan los ingredientes y las técnicas es que ya han comenzado a cocinar, y aunque crean que no lo hacen, ya han colocado el sacrificio en el caldero. 

Quienes quieran leer y saber si son ellos la ofrenda al dios de los pingajos pueden hacer la prueba, ¿se sienten muertos e inmolados cada día?, ¿poseen algo de fuego interior?, ¿se apaga este fuego y sienten frío?, ¿se sienten impotentes ante cualquier minucia, incapaces de luchar por su defensa?, ¿sin fuerzas? La mala noticia es que están en camino de estar vacíos. No hay buena noticia.