viernes, 23 de abril de 2021

RAPSODIA DE HISTORIAS ALREDEDOR DE UNAS COPAS DE VINO

Las copas están sucias, unas muestran restos de un albariño dorado, otras las del potente, y común, rioja que han preferido otros invitados y dos de ellas muestran restos de vino y desprecio. Ha habido quien ha cometido un sacrilegio pagano mezclando en el interior de las copas los posos de la bebida, un par de servilletas y unas cuantas colillas de cigarrillos rubios.

Vacío las copas, mordiendo esta suciedad y envuelto en una pena inexplicable mientras los restos del vino caen al fregadero. El tacto fibroso y astringente de los filtros, ahora húmedos, acrecienta mi repulsión y malestar. Abandono las copas en algún sitio y me entrego a una ensoñación irredenta como penitencia por la conversación robada a estas copas de vino mancilladas con desdén. Las conversaciones son historias que nunca serán contadas en voz alta, disparates nacidos en los efluvios perdidos.  

En mi ceja izquierda hay un pelo rebelde. Es un elemento de mayor calibre que el resto de congéneres que habitan sobre mi arco ciliar. Este pelo, insignificante en tamaño frente a mí, frente a uno de mis dedos, frente al mundo, me molesta. No es un dolor normal, ni moral a pesar del aspecto de viejo escribiente que me da, sino un agudo y continuo dolor, como el de un cable horadando mi piel. 

Este pelo, este grueso vello, esta cerda, esta púa, me atormenta. En días benignos, incluso en días de confinamiento, se lo arrebato a mi cuerpo con unas pinzas de depilar, pero eso no es siempre; otras veces lo dejo crecer, sin cariño ni olvido, sino con el beneplácito de que su existencia lo convierte en mi esclavo privado, ese que me recuerda que debo morir, que debo envejecer. 

Recuerdo una vez que su rebelión fue larga, que había construido un imperio ocupando cual serpiente todos los huecos que el resto de vellos de la ceja dejaban. Con los días me había acostumbrado al dolor, a su continua presencia, incluso al lento ruido con el que crecía, pero, una vez, al mirarme al espejo vi una especie de infinito sobre mi ojo derecho, un infinito de grueso trazo, de miles de vueltas; esa vez lo arranqué a mano, aunque bien debiera decir que lo arranqué con las dos manos y que pude averiguar su peso pisando la báscula. No es señorial ofrecer medidas exactas sobre elementos del cuerpo humano si no se es médico, sastre o tallador del ejército, así que acotemos este peso en una cifra indeterminada entre el de una lenteja y un melón. 

He conocido a un personaje con una extraña virtud, es un hombre sin ningún sentido del ritmo, ni absoluto, ni parcial. Este hombre es monitor, en varios gimnasios, de esa bendita modalidad de ciclismo de salón que se practica al son de canciones. Por fortuna para mí, a pesar de mis periplos, a pesar de mis veleidades deportivas, solo coincido con él en uno de ellos y en pocas ocasiones. Siempre que puedo lo evito, y puedo jurar que en esta acción de escape no influyen ni su estatura, ni su forma física, ni su calvicie y, ni tan siquiera, que no entienda sus instrucciones, que cuando dice baja es sube y cuando dice sube, y uno piensa que, por compensación, quiere decir baja, a veces es sube, pero no todas, que a veces también es para. Pero no, evitarlo es por una cuestión de salvaguarda de mi memoria operativa. 

En el ciclismo de salón, spinning vulgo dixit, la música acompaña al ejercicio hasta el punto que cada golpe de pedal coincide con un golpe de bajo, de batería, de voz, o, doblando el ritmo, coinciden cada dos golpes de pedal. Una clase aplicada y un experto profesor consiguen un ritmo común en los alumnos. En las clases de este hombre recuerdo las asignaturas de Mecánica y la frecuencia natural de cada cuerpo, de cada estructura. Recuerdo conceptos como la frecuencia armónica, esa en la que varios cuerpos entran en resonancia cuando sus frecuencias naturales coinciden y que ha llevado al colapso a puentes y grandes estructuras. Veo la clase y me maravillo, el monitor ha conseguido con sus instrucciones que todos los deportistas de la sala llevemos un ritmo diferente, por supuesto, independiente al de la música.

Mis acendradas creencias en la normalización y estandarización vuelan por los aires. Para alguno de ustedes será algo banal, para las mentes cuadriculadas ese desconcierto es un crimen natural. En ocasiones, y como antídoto al desorden, intento calcular las frecuencias naturales, las pedaladas por minuto en función del peso del deportista, el color del coulotte en relación a la canción que se escucha, la potencia por sorbo de agua de cada uno, pero mi cerebro entra en overflow en cuanto somos más de tres, ha pasado un minuto y alguien pedalea al ritmo de vals un reggaetón rápido, o hace un esprint con una balada italiana. Abstraerme de eso y fijarme solo en el monitor, intentando autoconvencerme de que él es el que va bien y los demás los que no sabemos seguir un sencillo ritmo de batería, es casi peor. En esos momentos he computado, en un computador mental meramente imaginario, mi frecuencia y la suya, olvidando que hay una música que marca el ritmo, y he acompasado mi frecuencia a un múltiplo de la suya, he calculado el mínimo común múltiplo y me he puesto a pedalear. En un experimento tradicional, si no coincidimos siempre, cada dos, cada cuatro o cada cinco ciclos deberíamos coincidir. En este experimento eso pasa una vez, las otras veces ocurre cada 3,1556 la primera, cada 4,2355 la segunda o cada 23,56554 la tercera, si en la clase da lugar a una nueva coincidencia, que es raro el fenómeno. Alguna vez incluso mirando al profesor en el espacio que ocupa ha habido como un vacío que perturbaba la luz, el espacio y la materia, como una especie de borrón incomprensible. En esos momentos, he llorado; para mí que se obra el milagro y se demuestra la existencia de la raíz cuadrada de -1.

Algunos piensan que es un mal monitor de spinning y no se dan cuenta de que, en realidad, somos afortunados de contar con tal prodigio, de que su arritmia ciclopédica, es, a la vez, un ejercicio de seguridad evitando la resonancia del gimnasio y un experimento de Física Teórica sobre el movimiento de partículas subatómicas que este genio realiza con alumnos de gimnasio. Y esto lo sé tras matar neuronas y neuronas en cálculos e iteraciones interminables.

No acierto a saber en cuántos milímetros cuadrados reside mi equilibrio, mas, seguro que, dado mi peso, nada liviano, y dada la superficie de apoyo de cada rueda sobre al asfalto, reducida por la presión interior del neumático, la presión por esa área es alta. Muy alta. A veces pienso que vencer esa presión es lo que me impide ser más eficiente en la bici, o quizás solo eficaz, pues ni una ni otra cosa consigo. Luego, justo cuando me sereno, pienso que nada tiene que ver la presión con el rozamiento, y que este solo depende de mi masa. Y que, menos aun, la presión tiene nada que ver con la fuerza que he de vencer del aire, resistencia líquida y variable. Son asuntos de aerodinámica y de masa, que quiero convertir en algo trascendente y que tienen más que ver con mis malas costumbres: sentarme de forma inadecuada y comer más de la cuenta. Volvamos al principio, a los principios: son las conductas aprendidas en la niñez las que nos modelan. Y no me inculcaron nada sobre la bici, ni sobre la comodidad, al contrario, siéntate recto, hombros atrás, comételo todo, no dejes nada en el plato; principios que cumplo, posturas que engrandecen al viento y a la gravedad.  

Miro la banda de rodadura de la rueda delantera, acaba de llover, y el asfalto está húmedo y sucio. Esa delgada línea empuja hacia mí, hacia su motor, un hilo de agua marrón. Lo miro y lo siento, pues cada una de sus gotas, por microscópica que sea, va golpeando ora en mis piernas, ora en mis manos, ora en mi cara, que todo depende de la inclinación de la carretera y de algún soplo eólico. Arrecia la lluvia y esa línea marrón se vuelve clara, casi transparente, que hay que estar avezado para distinguir entre la pureza del agua el grano de alquitrán que se despide de forma centrífuga o la brizna de hierba seca. Es curioso este fenómeno del agua limpia, pues si entiendo que el agua estancada en la carretera me manche y ensucie mi bici, mi piel y mi ropa, no entiendo que el agua clara no las limpie y que, sin embargo, las ensucie más. Es en ese momento cuando cae un aguacero, de agua limpia, que me empapa, que crea una cortina de agua sobre mis gafas, y dejo de pensar en microgotas como de aspersor y me centro en controlar mis manos, mi bici, la bajada. Como para quien quiera buscar siempre hay algo, pienso en lo fría que está el agua, que vemos llover y nunca pensamos en eso, en la temperatura del agua, que todo nos parece una ducha, y concluyo que no serán el viento y la masa los que me retienen, que no será la falta de tensión ni de fuerza de mis piernas, sino un ancla al mundo de las divagaciones, de los sueños, el que me ata y me frena. 

A divagar se le llamaba en tiempos filosofar, quizás ese nombre venga grande, porque quizás ese nombre una a Aristóteles con el bebedor taciturno e indolente de taberna cordobesa, porque quizás una la austeridad y la rectitud con el olor penetrante del vino en la barrica, así como huelen esos lugares cuna del senequismo. Los estudios de Filosofía nos quedaron grandes a los que los los tuvimos que pasar, y sufrir, y disfrutar, en nuestra época, pero para los estudiantes actuales son materia incomprensible. Para la Filosofía es necesaria la reflexión y para esta, la pausa. Esa pausa, la lentitud, la concatenación de ideas y de genialidades perdidas, es materia de otra época, casi de tiempos en sepia o en blanco y negro. Una persona que viva al día, al segundo, que reaccione por impulsos a la lectura de un mensaje electrónico o un eslogan de pocos caracteres, vive cerca de su cerebro de reptil, entendiendo las ideas de otros como amenazas. Un cerebro así está lejos de la plenitud estelar, de ese mundo de brillos sobre la negra bóveda nocturna en el que brotan ideas como cometas; habrá, pasarán, pero será tras el tiempo, tras el largo aburrimiento y la observación extenuante. Malos tiempos para el saber al que han derrotado la rapidez de la inteligencia electrónica y la mentalidad salvaje del hambriento. Que son voraces hijos los que devoran a la madre, impías máquinas, impíos informados los que fagocitan la inteligencia.

Los poetas tienen algo de filósofos, hablemos del ilustre sevillano que recordaba limoneros, hablemos del poeta del pueblo, hablemos del fatalismo lorquiano. La poesía es Arte mayor y Arte menor, que fuera de la evidencia semiótica, del metalingüismo que es decir esto, es verdad. La más elevada y pura, y difícil de las formas de escritura es esta, la poética; el oficio de encuadrar en un número de sílabas las palabras de amor, la imagen pura o la rabia, de retorcer las líneas encajando, como filigranas, los ritmos, las subidas y las bajadas, es oficio de genios. Arte inalcanzable para los mortales. Cada voz de un poema es una voz que trasciende, ya sean el poema chusco, o las torpes rimas asonantes con que, a menudo, nos quieren deleitar los vates locales. Estas voces, que recogen las palabras inmundas que en su orden y con su sonido no merecen escribirse, son útiles como ningunas. Que cuando no son presuntuosas, ni engreídas, ni engoladas, hablan del alma del escritor y que, cuando son pretenciosas, aun dicen más, pues nos pueden mostrar al adolescente en fiebre de amor o al idiota creyéndose inmortal. Arte, en suma, el poético que desvela el alma del escritor o al escritor de muchas almas; arte menor para conocer almas, Arte mayor para vivir las vidas del poeta.

En la prosa se procura la belleza. Por muchas formas, desde la brusquedad y provocación hasta el poético escrito, desde la carta de amor a la novela descriptiva o intimista, el autor busca la emoción, base de la poesía. Platero y yo es obra poética, de estructura métrica desconocida hasta su escritura, que los versos son capítulos y las rimas repican en el alma. Mas, sin caminar por esta frontera etérea, podemos pisar sobre la belleza en obras que promueven la náusea o la tristeza, la sonrisa o la erección, en obras con frases cortas, incluso con una única palabra, o rebuscadas, retorcidas como aquel vello del que se habló. Y estas estructuras y formas, bien ordenadas, bien conjugadas, pueden emocionar, perturbar el espíritu, así como hacen los poemas. 

Mis escritos son complicados, lo sé. Y nunca tienen una forma común, lo sé. Mas me dicen que se reconoce mi estilo y eso me halaga. Intento buscar el ritmo adecuado, la idea apropiada, la reflexión serena y esconderlas en arabescos imaginarios, en visiones propias, en un lenguaje común pero poco frecuente. Lo intento y lo más difícil es ser, en esa lid, un triunfador. Mi viejo inspector Gutiérrez espera una oportunidad y una idea; las hay, pero desarrollar una trama me parece complicado y más relatarla a fuerza de fogonazos, con la suma de imágenes, sin la concatenación propia de una novela; y con esas oraciones tan largas y retorcidas que me salen, se me antoja proeza para otros tiempos. Que es verdad que son oraciones largas, llenas de palabras, sin pausa, pero que no es que salgan así sino que así se pretenden las más de las veces. 

Entrevisté al viejo inspector Gutiérrez hace tiempo, debiera entrevistarlo más a menudo para sondear su opinión y la deriva y olvido con que lo trato, pero me quedo con lo que me dijo: "Amigo, tiene ante usted a un personaje que le puede valer para casi todo. Y cuando le digo casi todo lo primero que excluyo es que pueda servir como protagonista de historias galantes. El inspector Gutiérrez, ponga usted eso de viejo si le parece más literario, no tiene esa suerte; jamás ha resultado atractivo a nadie. En cambio, sí le puede valer para desengaños amorosos y amistosos; para hablar de corrupción, de misterios, de encuentros con personajes de verdad. He conocido a mucha gente, desde el profesor Arresye a Lipschitz. Algún día le contaré cómo investigué a un sospechoso de ser intelectual y de cómo él me llevó al norte de África para descubrir el origen del himno español y de una derrota de los portugueses silenciada por la historia. También le gustaría saber de la existencia de un rama científica de la Iglesia católica, han llegado a tales límites en la Física que están en un punto en el que no saben si deben descartar la existencia de Dios o si lo han materializado. Pero, en un ámbito mucho más local, hay dos historias que le gustarían. La primera tiene que ver con un suceso que investigué en mi primer caso en Sevilla, en el entorno de la Alameda. En aquella época, cuando la Alameda era la Alameda, viví una historia de sacrilegios, mutilaciones y corrupción policial. No le adelanto el caso, digamos que nunca acaban mal del todo para los malvados sus tropelías, digamos que este es un ejemplo; pero le adelanto que, en una carambola del destino, pude vengarme. Mi otra historia es un caso de falsificadores; pensará usted que falsificadores de arte o de moneda y errará. Se trata de un caso de falsificadores de la Historia, un amigo cordobés afincado en Grecia me advirtió de lo que allí estaba llegando. De repente, la Historia tal y como la conocemos, estaba mutando, poco a poco. Ya ni Mérida, ni Córdoba, ni Toledo, ni Cádiz, ni Ampurias estaban siendo mostradas como las capitales que fueron, y para los griegos, Madrid y Sevilla, ya eran los faros de la Antigüedad y del medievo. Descubrí que no solo estaban llegando esas historias a Grecia, sino a toda Europa, y a los propios libros de texto de España. Se trataba de un grupo de historiadores que antes habían hecho lo mismo con la historia catalana, algo de risa, y que se vendieron a otro postor, esta vez, en favor del centralismo. Si se quiere usted reír, hágalo, pero déjeme que le cuente que aquello casi que me importaba un pijo, lo que me indignó fue como un club de Sevilla contrató a este equipo y pervirtió la historia. Que descubrí la falsificación de documentos y cómo, de repente, el Recreativo de Huelva había perdido su condición de decano del fútbol español. Este club que le digo, preparó actas falsas y periódicos falsos, sí, como en 1984 de Orwell, y adelantó 15 años su fundación hasta 1890. Solo puedo adelantarle que de lo que resolví no puedo contar más pero, desde entonces, tengo pase libre a varios estadios; por supuesto en Huelva, pero también en los de rivales, que el varapalo para el club falsario fue mayúsculo."

Al viejo inspector Gutiérrez lo encontré hace poco de casualidad. Es más viejo y su aspecto lo demuestra. Sus arrugas, sus canas, le dan el aspecto senatorial que merece y que, creo, siempre buscó. Lo he encontrado en la terraza de una cafetería, aprovechando el sol de invierno, bebe una infusión de manera elegante, como han hecho siempre los extranjeros con posibles; sobre la mesa el azucarero, la jarra de leche, la pequeña tetera y una botella de agua mineral acompañan a la taza y al vaso cristalino lleno solo hasta un tercio de su altura con el contenido de la botella. Me habla y me comenta que ve una sombra sobre mi ojo, como si hubiera un vello rebelde pugnando por dominar ese espacio. Me habla y me dice que me ve más delgado como si no supiera llevar el ritmo, como si hubiera perdido el equilibrio, que a ver si no voy a saber ahora ni montar en bici. Me habla y me recuerda que hace tiempo que no lee nada mío, que si he dejado la escritura, que, quizás, podría haber escrito algo bonito sobre él o sobre la vida de alguien. Me habla y me dice, olvida, olvida, en el olvido está el homenaje, sepulta lo que sea en tu memoria y conviértelo en abono para tu vida, para tu esencia. Y, me aconseja, que, nunca, nunca, filosofe con tristeza; que nunca, nunca, pida una copa de vino para olvidar; filosofa con tristeza cuando el vino no la amanse; usa el vino para divagar pero no para apaciguar tu alma; calienta con el vino tu corazón y templa tu cuerpo, pero no inflames tus aflicciones con alcohol. 

Me habla y me dice: "Los jodimos. Nos ha costado caro pero los jodimos. Quisieron ser más antiguos incluso que el fútbol, pero los jodimos". Y, dichas estas cosas, se levanta, me saluda tocándose un sombrero imaginario y se despide. No sé si hasta siempre. 











1 comentario: