martes, 23 de noviembre de 2021

TURISTA

Si hubiera de mirar esta ciudad con ojos de turista, y, si se diera ese deseado caso, me correspondiera elegir una calle como memorable, o bonita, o tan solo decente, no hallaría donde elegir. 

Con esa perspectiva, y perspicacia, que tiene el visitante ocasional vería la verdad de las calles; aún cuando si por una casualidad estuvieran limpias. Y podría contar que están hechas a retazos, con recortes de otras calles, con faroles de otras épocas, con piedras de otros lugares, con ideas de unos y estropicios de muchos. 

Mi memoria recae en una calle de pronunciadas pendientes, una cuesta, que, a mitad de recorrido, hace un pequeño giro a la derecha, si el sentido del caminante, o de la vista, es descendente, o al contrario, que un turista deambula como nadie, y lo mismo asciende que desciende, que ese es el ánimo de la visita, exprimir las acciones y las visiones. Pues si ha de recorrerse esta calle, o tan solo mirarla, se descubrirán mil pendientes y adoquines, y ondulaciones y asfalto, y desniveles y algo que no se sabe qué es, si piedra u hormigón o cualquier otra cosa que sea distinta a lo anterior y dañe la vista. Así es la senda que se puede recorrer, a la que afloran calles de pretensión moderna y calles que fueron antiguas y han decidido morir. Que se ilumine ya es un logro, aunque sea con una luz macilenta y triste, porque a hermanas suyas las alumbran modernos bastones de luz que quieren representar el progreso y que parecen, en contra, una compra de saldo en un pequeño colmado de dueño oriental al que se ha acudido un domingo a deshora. Y que ni están iluminadas ni llegarán a ellas las luces públicas, ni las luces de los que las conciben, que a la vista queda claro, aunque sin luz, que tampoco existen. 

Es triste está decepción, pues todas las vistas podrían confluir en la excelsa iglesia construida a las faldas del bastión medieval, pero se interrumpen en un zigzagueo de cornisas, postes amarillos, cintas bicolor que prohíben el paso y la mirada, y mensajes publicitarios sobre las fachadas desiguales de cal, pizarra, ese engendro que llaman perlita y azulejos. Y la vista, y la mirada, y hasta los ojos, sufren. 

Haré trampa en esta historia, pues no desconozco los lugares recónditos del pueblo, y pasar a lo evidente, a los olvidados campos y al engañoso olivar, al león sedente de la campiña, herido por la voracidad de buitres en su costado, o a la triste serpiente de mar que antaño fue un río, sería tirar a blanco fácil. También lo sería pasear por los artificiales jardines que exhiben, como si fueran un muestrario vegetal, ejemplares de mil hábitats, y que a nadie benefician, pues ni los árboles se encuentran a sus anchas, que ya lo dijeron ellos mismos en su asamblea Ent, ni lo está su savia, sedienta siempre del líquido que alimenta la vida de las gentes, que llenaba los pechos de las madres, ahora más vacíos, que el trópico demanda el agua de sus fuentes. O por ese mastodonte, por ese prodigio en el que se pierden los dineros y los tesoros, que llaman espacio regenerado, que no es sino un cementerio de ilusiones y desmanes, un verde impostado en las cicatrices de la tierra; de donde antaño mordieron las máquinas y la avaricia humana, beben ahora las promesas de un futuro de mentira y, si antes devoraron la piel de la tierra, ahora matan al devenir prometido. 

Y la trampa se hace pues la belleza posible queda oculta, tras matojos y tras piedras desabridas, en paisajes, afortunados paisajes, olvidados para el hombre, en donde las secas zarzas viven su muerte y resurrección cíclica, adonde fluye el agua y marcha libre hacia donde la gravedad y las energías potencial y cinética la dirigen, adonde el agua es pura, ya sea salada, caliza o dulce, pues este agua es libre y como tal no sabe a quién besará y bendecirá, sino que corre lejos de calibres y de usos, sobre el musgo vivo y sobre secas tierras que adquieren su olor a humedad, sin ser remansada nada más que por el abrazo de la tierra que se ahueca para acogerla. Y es bella la roca desnuda adonde no llegan las máquinas, adonde no conducen las ruedas del ciclista sino las alas del buitre y del águila, las pezuñas de las cabras, las patas de musarañas y ratones de campo, o el vientre de las culebras. 

Y es que nace esa naturaleza libre de ideas, sujeta a las leyes primordiales, las que se originan en la existencia, las que explican por qué sale el sol, por qué llueve, por qué fluyen los arroyos... Y es que esta ciudad renace cada vez que la salvan los ilustres, de una forma estas semanas, de la contraria las próximas y todas distintas a como fue hace otras cuantas. Que es esta antigua ciudad una concurrencia de ruinas despojadas de sus propias ruinas, un lienzo en el que conviven la falsa abstracción con el rancio costumbrismo, el inspirado boceto con el retocado dibujo, un pastiche de ideas iluminadas que ninguna alma sobria habría dejado aflorar.