viernes, 24 de agosto de 2018

EN LA MONTAÑA

A medida que asciendo por la ladera siento, cada vez más, mi carga más ligera. Cada etapa que cubro me remite a un libro escolar en el que se suceden paisajes y climas húmedos, boscosos, áridos, nevados y mortales.

Asciendo tras dejar la orilla de un caudaloso río en el que he calmado mi sed, en el que también he lavado mi piel y mis ropas para ascender lo más puro posible, ensuciando mis ropas solo con el polvo del camino de la montaña, para sudar solo sudor de la humedad de la montaña y para ser solo montaña sobre la montaña.

Un bloque cerrado y algo sombrío es el primer parapeto tras la llanura. Conífera tras conífera, algún helecho y algunas plantas y árboles cuyo nombre desconozco, aunque alguna vez lo leí, esconden el sol y llenan de sombra un camino almohadillado de hojas de pino, hojas ahusadas y frutos con coraza. Durante este terreno ya he olvidado si la ropa que traigo es tan vieja que me avergüenza vestirla o si, por el contrario, es tan nueva que también me ruboriza estrenarla. En este bosque no pienso en otra cosa sino en andar, sentir bajo mis pies el camino reblandecido; en el sordo crujido de la vegetación más seca, en oler la savia y la resina de las heridas de estos árboles.

Arriba, apenas un poco más arriba, el camino se vuelve un camino ralo; se esconde de vez en cuando entre algún arbusto y, resistente, asciende tortuoso, entre piedras, sobre polvo, sobre raíces rastreras. A estas alturas ya he olvidado la herencia, el coche abollado, el dinero gastado, la botella de vino que he dejado a medio beber y la Roner que se ha comprado un idiota. Podría ser que la falta de oxígeno afecte a mi cerebro, pero sé que no es ese el motivo de mi olvido; sé que son cosas tan pequeñas que han caído por los agujeros de mi mochila, esta sí es vieja; sé que son cosas que quieren estar sobre la tierra y yo estoy ascendiendo. ¿No véis, cosas, que ascender es sinónimo de elevarse? ¿No véis, cosas terrenas, que no podéis elevaros? ¿No veis, cosas, que estáis vacías pero pesáis?

Apenas quedan plantas, reptiles, vida, al tomar el tramo árido por el que subo ahora. Esta mañana al despertar, con mi mejilla sobre el saco y el saco sobre el suelo, he visto una llanura, una llanura salpicada de neveros, de rocas caprichosas; he visto saltar a un conejo blanco y he creído que era una ilusión. Pero la sensación de enfrentarme ahora a una planicie inclinada e indómita, como si fuese un gigantesco tobogán me embriaga, y decido no pensar en el conejo, o conejílope, pues otra cosa no puede ser.

Habrá un día en el que mire desde la distancia esta mole granítica, un día en el que observe la desértica montaña, la inclinación imposible y piense en que fui capaz de subir. Y me sorprenderá. Ahora no; ahora subo, escalo, trepo; fijo mis crampones de saldo sobre el suelo, me aso a los salientes que me ofrece mi camino y me elevo un paso; así, paso tras paso, esfuerzo a esfuerzo, el camino se hace, arduo, duro y limpio. Limpio de todo lo que no sea camino, asegurar el paso, mirar la cima y planear dónde colocar el pie. Pues el objetivo lejano no puede alcanzarse sin lograr el objetivo inmediato. Por un breve momento pienso en esa idea, mas sin desecharla la olvido; estoy en un camino y el camino es caminar, caminar, caminar.

Es la tarde, casi al atardecer, cuando he alcanzado la última etapa. Estoy bebiendo agua, comiendo un bocadillo y, ahora sí, puedo pensar; puedo mirar hacia arriba y ver a un par de horas de subida la planicie de esta cima; puedo mirar hacia abajo y admirar la senda recorrida, y recordar a Machado, y pensar que desandaré mis pasos, podría andar sobre mis huellas, pero transitaré el mismo lugar, el mismo sendero, y no serán nunca el mismo camino.

Emprendo ligero de mí la última etapa; tras pasar la noche en el vivac, algo de mí, lo superfluo, lo pesado, lo incómodo, ha quedado atrás. No olvido lo que dejo allí sepultado, lanzado ladera abajo, pero no pienso en ello, no me arrastra; esas ideas flotan como los copos de la nieve que, a veces, están humedeciendo y refrescando mi rostro. Este sendero es suave, parece una escalera sutil, tallada en la roca, forjada para los hombres que la subimos. Fácil parece, sé que no lo es, pero la cima, con su aliento, parece arrastrarme hacia ella. Hacia la cumbre, hacia el límite del cielo.

Una planicie, no mayor que mi casa, es la cima. En ella algunos monolíticos pilares, enhiestos, verticales, la convierten en un antiguo lugar de culto, de adoración. Sé que es imposible, que no ha habido hombres cargados de herramientas que anduvieran este camino para construir este lugar, lo sé. También sé que estoy solo, aquí, en la cumbre, junto al origen del cielo y el inicio del mundo.

Un día aquí es un mundo. Si alcanzar la cima fue un viaje, conocer la cima, encontrarse en la cima, conocerse en la cima, es otro. Y puede que sea mi viaje hacia la locura porque lo que veo no es la visión que debe tener un hombre cuerdo. Me duele un poco la cabeza, es cierto, y hasta he temido sufrir el mal de altura, pero abajo, junto al equipaje que me lastraba, dejé la hipocondría y tengo que suponer que no es ese mal el que me afecta, sino que es una alucinación encontrarme con un hombre en la cumbre.

Mis montañeros amigos me dirán que casi nunca se hace cima en solitario. Y eso sería esperable. Pero sé que desde hace días, meses, no ha subido nadie aquí. Y este hombre estaba aquí antes de que yo llegara, así que, de ser ciertos los datos que manejo, este hombre llegó en la última temporada de escalada. Si así fuera, de qué ha vivido, qué lo ha alimentado, qué ha hecho. Todo eso suponiendo que siga vivo, puesto que, desde que esta mañana lo vi, ya hace horas, no se ha movido de lo alto de uno de los monolitos. Espero, y espero asistiendo al espectáculo que puedo vivir, el de la naturaleza, el de mil temporadas y estaciones en la cumbre, pues así se suceden aquí las nubes y el viento, la lluvia o el granizo, con el sol, el calor o el frío. Espero, y además de esta naturaleza salvaje, de este abrumador espacio, lo que encuentro no es sino silencio y un hombre encaramado a una piedra, inmóvil. Y en silencio.

Puedo contar que la segunda jornada y la segunda noche no se han diferenciado en nada salvo en que he sentido frío y entumecimiento, un poco de hambre, un poco de soledad, que no siento como algo buscado, sino como una especie de hambre más, hambre del alma. Puedo contar que dudo, que sueño, que desespero porque no sé qué me ha hecho venir, subir, sufrir y esperar en esta cumbre. Puedo contar que sé que se siente frente a lo inmenso en solitario, nada si eres fuerte. Todo, como si fueras alguien perdido en la muchedumbre, si no eres tan fuerte.

Al tercer día, e imagino mis enseñanzas católicas pugnando por manifestarse, he decidido cambiar y girar la monótona sucesión, y lo hago, ejemplo frente a modelo, subiendo y sentándome con las piernas cruzadas sobre una de estas losas. Y allí quedo, allí rezo, allí siento que quizás allí quede para siempre, que quizá allí rece, coma o recuerde por última vez.


  • ¿Cuál es tu nombre?, es la voz del montañero que está frente a mí. Su voz me llega pero sé que no habla. Lo sé aunque mantengo cerrados mis ojos; lo sé aunque no me haya movido. Lo sé, aunque no sé por qué lo sé.



  • ¿Importa mi nombre?, ¿acaso importa eso? Me importa saber que quise ascender y ascendí, que quise subir y subí, que quise estar solo y estás tú. ¿Cuál es tu nombre?, por cierto. 



  • Podría ocultártelo, hacer como tú y esconderme tras una máscara de ignorancia, pero no me conduciría a ningún lado. Y quizás fui descortés por no presentarme primero. Mi nombre es Miguel, he venido de muy lejos a meditar a esta montaña. No sé cuánto tiempo hace que llegué, pero aquí estoy , rompiendo mi silencio para darte la bienvenida.


Sus palabras fueron educadas, casi dulces, dichas con el cantarín español que se habla en América; aunque no sé si, en realidad, ese acento es un recuerdo que he construido o fue el que me habló aquel día. Sus palabras me animaron a contestar.


  • Sabía que llevabas tiempo aquí. Allá abajo hace tiempo empezaron a restringir los permisos para la montaña y yo solo conseguí uno gracias a cierta lotería; pero era el primero desde la pasada temporada de ascensos. Lo que no sé es cómo has sobrevivido aquí.



  • Aunque te extrañe vine a meditar, a revivir en todos los sentidos mi vida y solo ha hecho falta vida para alimentarme. Aunque te extrañe, algo que veo en tus ojos, algo que se anticipa a las preguntas que te haces, vine, como te dije, a meditar, a decir adiós a parte de mi vida, a hacerlo en silencio y soledad.



  • Gracias entonces por sacrificar tu silencio; perdón por romper tu soledad.


Sentí como Miguel apretaba sus ojos en señal de aprobación y relajaba su alma. Jamás he sabido cómo se sienten esas cosas, cómo se percibe el alma de otra persona, cómo la oscuridad y la distancia pueden hacernos percibir eso. Jamás lo supe hasta que lo sentí. Con los ojos cerrados.


  • ¿Has subido con un objetivo deportivo?


Negué con la cabeza.


  • No. Podría parecerlo, podría haberlo hecho, pero no. Sería una mera excusa. En realidad busco algo. 



  • ¿La soledad?



  • No. Sé hacer cosas solo, ver películas solo, trabajar solo, entrenar solo, pero no llamaría a eso soledad. No quiero ser un solitario; aunque a veces lo parezca, no. Tampoco sé muy bien lo que busco, no sé si me perdí en algún camino y creo que desde aquí, a vista de pájaro, sobre él, puedo verlo y encontrar el desvío en que me perdí; no sé si busco una encrucijada o si busco encontrar algo o despojarme de algo...¿Y tú?



  • Te contaré lo que hago yo aquí, pero creo que usaré parte de tus palabras. Hace años encontré el hombre perfecto para mí; sé que es egoísta pensar así, pues él habría sido perfecto para cualquiera; y sé esto porque él me hacía pensar, y sentir, que yo era el hombre perfecto para él. Un día, durante uno de esos caminos de la existencia, él cogió un oscuro sendero hacia el otro lado de la vida y lo perdí. Subir aquí me hizo creer que estaría más cerca de ese mundo que ahora él habita. Subí aquí pensando que me despojaría de la tristeza de no tenerlo, soñando que encontraría algo de él que ya no tengo. Y desde que subí ando meditando, buscando algo, soñando con algo que no sé qué es.



  • Siempre pensamos que los caminos de los demás son más fáciles. Permíteme decirte que creo que no hayas venido tú, sino que has venido porque él te ha llamado y te ha traído asiendo tu mano, porque es posible que hayáis caminado juntos muchas veces, uno junto al otro, separados por el telón que separa dos mundos, y que te ha traído aquí al punto donde se unen ambos, este confín entre cielo y tierra, para estar lo más cerca de ti posible. 


Miguel lloró, rompiendo su silencio, con sollozos ahogados, con temblores de hombre, con franqueza de niño. Lloró y lloró hasta que lo rindieron las fuerzas. Nunca he sabido el tiempo que tardó en volver a hablar.


  • Amigo, llevo aquí mucho tiempo. Contigo en esta cima he compartido apenas un momento, es lo suficiente para considerarte mi amigo. ¿Puedo considerte así?



  • Gracias. Claro que puedes. Yo también te considero mi amigo. Así lo siento. 



  • Dices que has venido perdido, sin saber lo que buscas, pero a mí me has hecho encontrar algo que no sabía que buscaba. ¿Sería eso, encauzar mi búsqueda, lo que tú buscabas?



  • Esa puede ser una de las razones que me trajeron. Pero debe haber algo más, algo que calme mi sed y mi hambre. 



  • ¿Por qué has venido solo?



  • En realidad porque pensaba que no necesitaba subir esta montaña, que ni me sobraba ni me faltaba nada. En realidad, he subido por mi pareja.



  • ¿Te ha abandonado?



  • No, ¡qué va! Mi pareja ya subió otras montañas; subió y regresó y ha vuelto a subir y a regresar. Pero nunca me ha contado qué busca en la montaña, qué la ha traído, qué le da esta cumbre.



  • Amigo, entonces lo veo claro. Sigues a tu pareja para estar con ella, para comprenderla; habéis subido solos porque cada uno tiene caminos distintos y es posible que montañas distintas.


Esta vez fui yo quien calló; quien lloró con sollozos ahogados, en el silencio en el que me enseñaron a llorar.


  • Miguel, ¿cuánto tiempo debemos estar en la montaña?



  • Hasta que la montaña nos diga que bajemos, hasta que nos encontremos; hasta que yo encuentre la manera de hacer que él viva en mí sin morir cada día otra vez.

El silencio domina un tiempo infinito. Un infinito imperceptible, apenas una lágrima de tiempo en el océano eterno.

  • Miguel, ¿lo añoras?



  • Sí.



  • ¿Lo quieres?



  • Sí.



  • Miguel, es tiempo de bajar.


Y Miguel con su poderosa imagen de nativo ancestral abrió los ojos, me miró, besó mi frente y empezó a descender con ligereza mientras yo quedaba sentado sobre el monolito.

=========================================================================

Jamás he sabido si hay algo en las alturas que nos conduce a la más dulce locura; si la escasez de oxígeno, la ligera presión de la atmósfera o nuestro cerebro preparando dulcificar la muerte nos preparan emboscadas como esta. Jamás lo sabré.

Con el tiempo he sabido que es verdad que escalé la montaña, un ascenso arriesgado, pero planificado, sin apenas medios. Con el tiempo he sabido que otros que hicieron algo similar lo vendieron como una gesta y fueron considerados héroes; sabiendo el poco valor que tiene hoy la palabra héroe tampoco es demasiado impresionante esta consideración. En mi caso la escalada se tomó como algo normal y cotidiano, como un viaje a la playa, un desplazamiento al trabajo o casi como ordenar un cuarto. Con el tiempo, para el mundo se ha olvidado mi periplo. Para mí, sueño o realidad, la montaña vive.

Las herramientas de la vida, su instrumental, nos dan a cada uno una montaña, o varias. No todos las ascendemos ni llegamos al confín de nuestra mente y sabemos volver. No todos aprendemos que es el viaje, siempre el viaje, el camino, el verdadero destino del hombre, del ser humano.

Volveré a la montaña. Quizás sea otra cima, quizás sea otro el monte, pero será la misma. Y descenderé, no sé si hacia este mundo o hacia el otro confín.

Sé que no dije a Miguel mi nombre, pero sé que él lo conoce.






domingo, 1 de julio de 2018

UNA DE FÚTBOL

Escogí para vestirme la ropa de la suerte, la de ganar partidos.

A medio vestir me miré y vi los zapatos gastados, las bermudas desteñidas y pensé que estos signos no daban sino empaque a las ropas. Cogí entonces el polo de un color que nunca supe si fue verde o marrón e introduje la cabeza y los brazos, al intentar ajustar los orificios a mis extremidades un crujido me partió el alma, una enorme abertura cruzaba la tela de omóplato a omóplato, mostrando mi huesuda retaguardia. Es cierto que tenía ya alfileres que cerraban sus descosidos y mantenían en su lugar las costuras de este polo. Pero en un ataque de dignidad me había peleado con quien una vez los colocó y retirado su posición estratégica en la prenda. Ahora tenía en la mano unos cuantos aguijones de acero que me pinchaban al menor movimiento, una tela rota que alguna vez fue bonita y nadie a quien pedirle que me ayudara a hilvanar los descosidos.

Compré un nuevo polo, de marca, por supuesto. Lo compré siguiendo el dictado de los polos de otros, con sus colores de moda y los adornos de los otros, inútiles e incómodos. Parecía bonito, pero ni su cara tela era cómoda, ni me hacía sentirme especial y vestido para cualquier ocasión.

Vi el partido. Perdimos. El polo es nuevo, es caro, es inservible. Nunca volveré a vestir la magia de aquel punto tejido bajo la Estrella del Sur con la magia y el oficio de sastres a los que ya nadie compra.

jueves, 14 de junio de 2018

MEMORIA HISTÓRICA

No creo que mi abuelo fuera una persona excepcional, más bien debo recordar que si no tenía todos los defectos que la época consentía a los hombres, sí los frisaba. Es doloroso decirlo así, pues no recuerdo a mi abuelo nunca llegando del trabajo, sino en su casa, con un buen humor genial que se mutaba en insoportable conforme el vino de la tarde iba desapareciendo. 

Sé, sin embargo, que era bueno, que tenía corazón de niño, y que cantaba como un ángel flamenco. Lo doloroso de su historia es que no puedo averiguar nada de ella, y solo encuentro fogonazos de su memoria. Nunca pudo acreditar dónde nació, él cambiaba su nacimiento de un pueblo a otro de Córdoba con frecuencia, quizás porque contaba una mentira protectora que se aprendió con los años, y sobre ella emergía la verdad de su origen cuando afloraban recuerdos de su niñez. Que algo se intentaba ocultar con su origen está claro, y no solo le ocurría a él, los archivos de sus pueblos, los registros de las iglesias, imagino que los de las Casas del Pueblo fueron incendiados y se quemaron con ellos fes de bautismo, partidas de nacimiento, antecedentes y afiliaciones a partidos políticos. Su vida es para mí una serie de estampas quietas, de fogonazos en la sombra: un cantaor que ve en él una perla por pulir, la frustración de ver ese tren pasar y esperar su regreso, la guerra que lo trunca todo, su lucha en el bando republicano con apenas 17 años, su participación en la batalla del Ebro, recoger allí el cadáver de su hermano, retirarlo sobre sus hombros y enterrarlo él mismo. Quiero imaginarlo, sensiblero como era, como es mi padre, como yo también soy, incapaz de ser coherente, dignificando como puede a su hermano, con un gesto de solemnidad dibujando sobre la tumba la misma cruz que años más tarde yo le dibujaría a él. 

Desconozco dónde se rindió, dónde se entregó, dónde lo capturaron, sé que estuvo en un campo de concentración entre Cádiz y San Fernando, luego en el Valle de los Caídos, más tarde haciendo una mili que se cobró el bando nacional. Sé que volvió a uno de sus pueblos, que allí se moría de hambre, que fue minero entre Asturias y León y que se le quebraron los pulmones, y que retornó de nuevo a su tierra. Sé que vivía junto a la familia de su mujer, mi abuela, en una casa cerca del castillo de su pueblo y sé que allí en esa casa siempre había alguien que vigilaba la calle. Cuando la pareja de la Guardia Civil enfilaba la cuesta hacia su casa, mi abuelo y su cuñado se escondían en la planta de arriba, con una navaja unas veces en el cuello y otras veces en las muñecas y una palangana para recoger la sangre. Sé que decían que no podrían soportar una paliza más. 

Y sé que no encontraba mucho trabajo en este, uno de sus pueblos, ni en el otro, otro de sus pueblos. Y sé que no podía ser porque no estaba afiliado al sindicato vertical, y sé que no podía ser, aunque hubiera aceptado por escrito el régimen de Franco, por haber sido rojo. También sé que para vivir en España fuera de la cárcel, que no era lo mismo que en libertad, de alguna manera había declarado ser afecto al régimen de Franco y que eso le valió que otro hermano suyo, que vivía en Francia, lo repudiara. También sé que ese hermano murió, y que cierto cura francés se puso en contacto con él y le comunicó la noticia, aunque no sé si fue ese mismo cura el que escribió la carta en la que su hermano renegaba de él por aceptar vivir en España. No sé de qué parte de Francia hablamos, ni de qué hermano, si es el mismo que fue maquis, o el que mi abuelo quiso reconocer una vez viendo una documental sobre la rebelión de Mauthausen. Siempre sostuvo que su hermano era el que servía una ametralladora. Y aunque los apellidos de mi abuelo no aparecen en los archivos del campo no podré nunca estar seguro de que no llevara razón; descubrimos en los noventa que un primo suyo se cambió los apellidos durante la guerra y adoptó la identidad de un muerto para quedar liberado de alguna condena como la que sufrió mi abuelo. 

Sé que mi abuelo trabajó montando postes de teléfono y de electricidad, imagino que cavando zanjas, portando cable y anclando maderas en el levante español, adonde emigró como muchos de los del pueblo donde vivía. Sé que nunca pisó una fábrica como sus hijos, eran tiempos en los que el carné de rojo perseguía a los que una vez lo obtuvieron con ilusión. Sé que cuando se conmemoraban los 50 años del estallido de la guerra civil, sus hijos procuraron que no se enterase mucho y que ese día toleraron una dosis mayor de vino. 

Sé que quiso obtener un día sus papeles y que el democrático funcionario que se los debía proporcionar, quien en la posguerra se encargaba del sindicato vertical, le pedía una cantidad de dinero por proporcionárselos y que él lo amenazó, pero que el funcionario le recordó algo y él se acobardó. Sé que su mujer y su cuñada peregrinaron hasta el mismo funcionario un mes más tarde y que se encontraron con el mismo chantaje y que también tuvieron miedo. Y sé que mi padre, días después de que achantara a su madre, se presentó ante el funcionario y obtuvo la documentación. 

Sé que se jubiló, que vivió como pudo unos años y que murió. Y sé que a su entierro acudieron una hermana suya y un primo recio y con pelliza de maquis que alzó el puño izquierdo en el cementerio y que volvió a casa en uno de esos trenes oscuros como los del exilio, pensando y llorando que su época y su compañero de guerra habían muerto ese año de 1994.

=======================================================================

Mi madre tenía tatas. En su pueblo, ser la hija de un tendero, la nieta de un herrero y administrador de cortijos, la sobrina nieta de un cura, y ser la hija de su madre, es posible que no le permitieran criarse de otra forma. Tampoco sé mucho de cómo era esa vida, qué tenían y no tenían, cómo vivían, lo poco que sé es que, en principio, no lo hicieron mal y no les faltaron muchas cosas. Sé que una de sus tatas era apenas una mujer, aventuro que puesta a servir antes de tiempo por necesidad, que salía muchas veces a jugar con mi madre y sus hermanas a un patio de la casa donde había una higuera. Sé que la higuera era motivo de juego para mi madre que la vigilaba con ojos golosos para apoderarse de las primeras brevas, y sé que la misma higuera se convertía en escalera para la tata. La tata salía al patio y dejaba hacer a las niñas a su antojo y soñaba, y juraba que algún día lo haría, con encaramarse a la higuera, tijeras en mano, y clavárselas al hijo de puta del falangista que vivía al otro lado de la tapia, que había denunciado a su padre y a su hermano, a los que jamás había vuelto a ver vivos después de su paseo. Ese falangista era el tío de mi madre, hermano de mi abuela, dueño legal de las tierras que heredaron hermanas y hermanos y que los hermanos, en virtud de alguna ley franquista, repartieron solo entre los varones, despojando a las hermanas de la herencia de sus padres.

=======================================================================

Mi abuela podía ser una señora, lo era, la recuerdo peinándose su pelo blanco y fino, en un moño que escondía, y engañaba, sobre la verdadera longitud de su cabello. Yo siempre la vi vestida de negro, vestimenta que partía no del luto y del dolor por la pérdida de seres queridos o de su hijo de pocos meses, sino de una promesa formulada a cambio de que su Dios velara por la vida de su hermano en la guerra. Y sé que el hermano por el que se vistió de negro no fue el falangista que vivía al otro lado de la tapia, aquel fue demasiado listo, y es posible que cobarde, para marchar al frente; el hermano por el que realizó la promesa fue otro, a la sazón también traidor, también ladrón. 

Y me cuesta imaginarla vestida con ropas de otros colores, pero tuvo que ser así, imaginemos que vestida de azul, el día que hubo una revuelta que llegó a su pueblo, y en el que algunos, en nombre del pueblo cogieron un par de escopetas  y se pusieron a dar vueltas por ahí escogiendo a quién darle un correctivo. Y si mi abuela podía ser una señora también sé que podía cuadrarse brazos en jarra, manos al cuadril, y sé que esto hizo ante aquel alfeñique que entró en su casa con ganas de llevarse al cura y alguna imagen de la Virgen. Y sé que el cura había ido allí a buscar refugio, que temía que quemaran la iglesia y a él con ella, y que estaba en el salón. Y sé que ella se plantó ante él y le dijo, no te da vergüenza, Fulanito, tú aquí, en mi casa, para hacer una tontería, tú, que, hace poco, haciendo el fartusco te echaste a la calle para pedir el pan que a ti nunca te ha faltado, tú, que estabas tirado en la puerta de mi casa aquel día cuando entró la Guardia Civil en el pueblo y yo te abrí la puerta, te escuché, te di ropas nuevas, te puse un escapulario y mi crucifijo y juré ante la Guardia Civil que habías venido a mi casa a recogernos para protegernos y poder ir a misa, tú, te atreves a venir aquí, buscando nada. Y sé que aquel hombre se fue, no sé si acobardado o humillado, o ambas cosas; y sé que mi abuela no las tenía todas consigo pero que a nadie de su casa le pasó nada.

=======================================================================
Esta no es la memoria de este país, solo es parte de mi memoria familiar, sobre la que hoy quería escribir porque esta mañana el sol se levantaba frente a mí, golpeaba los girasoles, iluminaba algunos montes y había una ligera sensación de claroscuro y desamparo y pensé en ellos y en su historia. Y sentí que las flores que flanqueaban la carretera nos parecen todas la misma flor, y que nos parece que las historias de los hombres son todas la misma historia, pero no lo son y que, solo cuando se recuerdan y cuando se cuentan, se pueden entonces olvidar y alimentar con ellas el humus de nuestra propia historia, a la espera de que alguien, alguna vez, la recuerde y la olvide.

viernes, 11 de mayo de 2018

DESESTRUCTURAR

Un hombre, una persona, es hombre, es persona mientras permanece completo. 

Un hombre, una persona, está completa cuando su estructura, su esencia, permanecen. 

Si esta esencia se mantiene, este hombre, esta persona, serán ese hombre, esa persona. No podría asegurar qué es lo que compone la completitud de un hombre, pues hay quienes careciendo de partes están completos, e incluso quienes careciendo de alma, animados por una maldad interior, son hombres, malos, pero hombres. Sobre lo que mantengo una certeza absoluta es sobre que hay formas de descomponer a un hombre para que su apariencia sea la de la completitud y su conjunto sea un muñeco de trapo. 

La receta es fácil, y puede ser cuajada a fuego lento o rápido, el resultado será el mismo. 

Quienes esperen los pasos para realizarla pueden dejar de leer, no la daré. Porque quienes esperan los ingredientes y las técnicas es que ya han comenzado a cocinar, y aunque crean que no lo hacen, ya han colocado el sacrificio en el caldero. 

Quienes quieran leer y saber si son ellos la ofrenda al dios de los pingajos pueden hacer la prueba, ¿se sienten muertos e inmolados cada día?, ¿poseen algo de fuego interior?, ¿se apaga este fuego y sienten frío?, ¿se sienten impotentes ante cualquier minucia, incapaces de luchar por su defensa?, ¿sin fuerzas? La mala noticia es que están en camino de estar vacíos. No hay buena noticia.