lunes, 25 de septiembre de 2017

ELOGIO DE CHIPIONA


A veces, casi siempre en tardes de cielo nublado y calor, me siento con Truffaut en la heladería que está frente al bar alemán. El café es bueno, no podríamos decir que excelente pues en ese caso no habría sobrevivido este comercio en esta ciudad. Allí charlamos con el ruido de fondo, no del mar, sino de la marea de pulidores de calzada que asola Chipiona.

Se nos une en raras ocasiones Godard, quien prefiere los chiringuitos apartados y cuidados de las Tres Piedras y es cara su presencia. Es verdad que, gracias a sus visitas, y a las nuestras algunos mediodías a sus playas, sobrevivimos con cordura al hastío estival.

Veo a Truffaut delgado, enjuto y moreno. Quiero imaginar que es gracias a matutinos paseos por la playa, baños de mar y natación terapéutica entre el faro y las ruinas romanas. Tiene el alma tostada como buen francés con sentidos sureños. Cuando me habla apenas noto en él nada de su acento, pero muchas veces no lo entiendo y es que usa muchas expresiones gaditanas que no conozco. Tal es su mimetismo con este paraje.

Godard es también delgado, casi enfermizo, y pálido. En él intuyo una liviandad tan etérea que dota de peso a su pensamiento y lo hace poético y trascendental. Cuando veo su barriga, impensable en su delgadez, le comento a Truffaut, mira es de pura debilidad que come un poco y le engorda. Truffaut siempre me mira con un poco de asombro y de mal genio y responde, es de mimado, no lo olvides, si por él fuera estaría en Bretaña comiendo ostras con Eric.

Una de esas tardes Truffaut planteó una cuestión, teníamos que contar qué nos hacía ir a Chipiona. A François le gustaba hacer ese tipo de juegos y no era extraño que alguna vez incluso nos filmara. No tengo constancia de que lo hiciera en esta ocasión.

  • Yo no sé en realidad por qué vuelvo. Cuando vengo aquí tardo en encontrar mi espacio, mi lugar y mi hueco y cuando lo hago es siempre al​ margen de la masa, buscando las horas contrarias para hacer mi vida, pasear, comer, disfrutar del sol y de alguna cosa maravillosa, como las patatas fritas o las ortiguillas, la puesta de sol, el rumor del oleaje, el sabor de la sal. Muchas veces puedo sentirme incluso solo en el gentío de la playa o mirando el mar desde un pretil frente al faro. Eso es lo que busco aquí, el mar, lo auténtico, despejado, eso sí, de la muchedumbre.

Mi respuesta no pareció inspirar a Jean Luc. Me miró con cierta altivez y respondió.

  • Mi sitio es este y no lo es. Si miráis a levante veréis que la playa se esconde tras la casa de la duna, más allá hay una playa aún con cierto salvajismo, medio a ocupar, medio a conocer. Mi búsqueda de la belleza va por ahí, por lo ignoto, lo inexplorado, lo de siempre conocido en ruina constante desde siempre, desde que nació. Así es. Una luz distinta que pertenece a Chipiona y que es distinta a ella.

Truffaut rio. Y comentó, con cierto sarcasmo, con cierta soberbia.

  • Mis amigos, se equivocan. Chipiona merece la pena porque es auténtica, porque es un reflejo de la gente, de la época. Chipiona es un elogio al feo plástico omnipresente en las tiendas de la calle Isaac Peral; un elogio y un altar para lo barato, lo cutre, lo cómodo; para quien no quiere aparentar que en verano come langosta a diario; para quien no quiere estar mejor vestido para la playa que para el trabajo, para quien quiere puchero en verano, siesta y chanclas y olvidar el aire acondicionado y las formalidades; para quien quiere comer pan en las comidas, cerveza en el chiringuito y que pague su suegro. Chipiona es un reflejo, un teatro realista, minimalista, que encima cuenta con una bodeguita en donde nadie me conoce y donde salvo algún lúcido borracho nadie jamás ha oído mi nombre. 

Así fue nuestra conversación. La última de nuestros veranos en común. Ahora, los días que me siento frente a un mar más bravo, frente a un horizonte casi despejado y un robalo hecho en una parrilla de pino la recuerdo. No sé, fiel a mi desubicación, si estoy en un jardín cerca del santuario, o sentado en la toalla frente al mar y acogotado por vecinos de playa o en la terraza de algún bar. No lo sé, solo creo ver frente a mí una débil alambrada sostenida tan solo por postes hechos con tronco de olivo, una alambrada para separar la arena de la arena, para delimitar aquí de allí y poco más que pretender ser una paralela del horizonte. Tras ella, una playa, tres metros más abajo, y un solitario lienzo de agua que baila al son de la luna y los efectos de Coriolis.

La imagen de una abuela tatuada que riñe con voz sobreaguda a su nieta de tres años, tatuada y con piercing, dan autenticidad a la escena. Truffaut, eres un genio.