lunes, 5 de diciembre de 2016

EN BUSCA DE LA AMISTAD PERDIDA

El viejo inspector Gutiérrez caminaba por las calles húmedas y sucias de una tardía mañana de lunes tras tres días de lluvia consecutivos. Estos días, el otoño real de esta tierra, disimulaban la insoportable monotonía de un clima tan árido como este. La ineficacia del alcantarillado humedecía el pavimento y asemejaba las calles a las de una ciudad europea. Semejantes artimañas habían conseguido instalar en el alma del inspector la nostalgia de otra época como si él mismo fuera un ciudadano de un verdadero país.

Mientras paseaba entre las hojas caídas de los plátanos y los reflejos de los comercios, su cabeza daba vueltas a los últimos acontecimientos, intentaba ponerlos en orden, pero no conseguía acertar con algo que sabía que era importante, algo subyacente a toda la serie de sucesos que había vivido en los últimos dos meses pero que no sabía despejar. Le atormentaba la idea de haber resuelto varios casos complicados y, sin embargo, no haber resuelto la incógnita que le rondaba en la cabeza.

Le vino entonces a la mente la imagen de su viejo mentor, el comisario Reyes, quien siempre le decía cuando le veía cavilar más de la cuenta, Gutiérrez si quieres resolverlo date una vuelta, cuéntaselo a un amigo y tú solo descubrirás lo que quiera que busques. 

El inspector Gutiérrez tomó este consejo como una orden, sacó las manos de su gabán y tomó el teléfono móvil entre ellas dispuesto a llamar a un amigo pero no encontró a quien. Entre los colegas su fama de huraño, solitario y cierta dosis de envidia no le convertían en un hombre popular; y entre los parroquianos de los garitos de su barrio se había ganado una reputación de duro que no le granjeaba muchas bienvenidas; se sentía a mundos de distancia de los jóvenes tenientes que se incorporaban al trabajo llenos de ilusión y de soberbia. Quizás con ellos podría tomar una cerveza, pero él sabía que ellos solo lo soportarían por respeto a su edad, sin creerlo demasiado, sin acabar de tomar en serio su experiencia. 

Era otra cosa la que debía buscar. Recordó entonces los otros tiempos que había vivido, la época de los partidos de fútbol, los de su etapa de profesor de prácticas, los de la pandilla de la playa y las partidas de continental, la era lejana en la que iba al cine. Incluso recordó el momento en el que asumió su edad e hizo lo que todo cuarentón hace, con más o menos fortuna, correr, cocinar arroz y escribir. Pero ni entre los escritores, ni los corredores, ni entre los cocineros de nuevo cuño, ni siquiera entre los religiosos amantes de la imaginería y los amantes de la patria encontró un teléfono que pulsar para encontrar la voz a la que acogerse. 

Abrió entonces su mano y vio sus cinco dedos separados, entre ellos el meñique insensible tras el navajazo de aquel perla del Polígono, y pensó, son como los que me quedan, pocos, están lejos y he perdido a uno de ellos. Se cruzó con el Gallego, que masculló una disculpa acerca de una celebración que el inspector ignoró, mientras andaba hacia algún sitio sin ton ni son. Luego vio de lejos a Luis, sabiendo que aquella manera de ir de frente unas veces era una forma de llevar un paso y esta vez una forma de ignorarle, y reprimió las ganas de escupir recordando el asco que este acto provocaba en sus hijas. Y siguió andando, sobre la alfombra de hojas muertas.

El viejo inspector Gutiérrez no miraba ya el suelo mientras caminaba, un esbozo de sonrisa le surcó el rostro al encontrar la respuesta y pensaba, mi soliloquio es plática con este viejo amigo.

La tarde cayó y se oscureció cuando las nubes de tormenta trajeron notas de lluvia y de otoño a ese lunes. El viejo inspector Gutiérrez entonces sí escupió y continuó caminando hacia ningún sitio, cojeando como solo cojeaba en tardes de lluvia y melancolía.