jueves, 14 de junio de 2018

MEMORIA HISTÓRICA

No creo que mi abuelo fuera una persona excepcional, más bien debo recordar que si no tenía todos los defectos que la época consentía a los hombres, sí los frisaba. Es doloroso decirlo así, pues no recuerdo a mi abuelo nunca llegando del trabajo, sino en su casa, con un buen humor genial que se mutaba en insoportable conforme el vino de la tarde iba desapareciendo. 

Sé, sin embargo, que era bueno, que tenía corazón de niño, y que cantaba como un ángel flamenco. Lo doloroso de su historia es que no puedo averiguar nada de ella, y solo encuentro fogonazos de su memoria. Nunca pudo acreditar dónde nació, él cambiaba su nacimiento de un pueblo a otro de Córdoba con frecuencia, quizás porque contaba una mentira protectora que se aprendió con los años, y sobre ella emergía la verdad de su origen cuando afloraban recuerdos de su niñez. Que algo se intentaba ocultar con su origen está claro, y no solo le ocurría a él, los archivos de sus pueblos, los registros de las iglesias, imagino que los de las Casas del Pueblo fueron incendiados y se quemaron con ellos fes de bautismo, partidas de nacimiento, antecedentes y afiliaciones a partidos políticos. Su vida es para mí una serie de estampas quietas, de fogonazos en la sombra: un cantaor que ve en él una perla por pulir, la frustración de ver ese tren pasar y esperar su regreso, la guerra que lo trunca todo, su lucha en el bando republicano con apenas 17 años, su participación en la batalla del Ebro, recoger allí el cadáver de su hermano, retirarlo sobre sus hombros y enterrarlo él mismo. Quiero imaginarlo, sensiblero como era, como es mi padre, como yo también soy, incapaz de ser coherente, dignificando como puede a su hermano, con un gesto de solemnidad dibujando sobre la tumba la misma cruz que años más tarde yo le dibujaría a él. 

Desconozco dónde se rindió, dónde se entregó, dónde lo capturaron, sé que estuvo en un campo de concentración entre Cádiz y San Fernando, luego en el Valle de los Caídos, más tarde haciendo una mili que se cobró el bando nacional. Sé que volvió a uno de sus pueblos, que allí se moría de hambre, que fue minero entre Asturias y León y que se le quebraron los pulmones, y que retornó de nuevo a su tierra. Sé que vivía junto a la familia de su mujer, mi abuela, en una casa cerca del castillo de su pueblo y sé que allí en esa casa siempre había alguien que vigilaba la calle. Cuando la pareja de la Guardia Civil enfilaba la cuesta hacia su casa, mi abuelo y su cuñado se escondían en la planta de arriba, con una navaja unas veces en el cuello y otras veces en las muñecas y una palangana para recoger la sangre. Sé que decían que no podrían soportar una paliza más. 

Y sé que no encontraba mucho trabajo en este, uno de sus pueblos, ni en el otro, otro de sus pueblos. Y sé que no podía ser porque no estaba afiliado al sindicato vertical, y sé que no podía ser, aunque hubiera aceptado por escrito el régimen de Franco, por haber sido rojo. También sé que para vivir en España fuera de la cárcel, que no era lo mismo que en libertad, de alguna manera había declarado ser afecto al régimen de Franco y que eso le valió que otro hermano suyo, que vivía en Francia, lo repudiara. También sé que ese hermano murió, y que cierto cura francés se puso en contacto con él y le comunicó la noticia, aunque no sé si fue ese mismo cura el que escribió la carta en la que su hermano renegaba de él por aceptar vivir en España. No sé de qué parte de Francia hablamos, ni de qué hermano, si es el mismo que fue maquis, o el que mi abuelo quiso reconocer una vez viendo una documental sobre la rebelión de Mauthausen. Siempre sostuvo que su hermano era el que servía una ametralladora. Y aunque los apellidos de mi abuelo no aparecen en los archivos del campo no podré nunca estar seguro de que no llevara razón; descubrimos en los noventa que un primo suyo se cambió los apellidos durante la guerra y adoptó la identidad de un muerto para quedar liberado de alguna condena como la que sufrió mi abuelo. 

Sé que mi abuelo trabajó montando postes de teléfono y de electricidad, imagino que cavando zanjas, portando cable y anclando maderas en el levante español, adonde emigró como muchos de los del pueblo donde vivía. Sé que nunca pisó una fábrica como sus hijos, eran tiempos en los que el carné de rojo perseguía a los que una vez lo obtuvieron con ilusión. Sé que cuando se conmemoraban los 50 años del estallido de la guerra civil, sus hijos procuraron que no se enterase mucho y que ese día toleraron una dosis mayor de vino. 

Sé que quiso obtener un día sus papeles y que el democrático funcionario que se los debía proporcionar, quien en la posguerra se encargaba del sindicato vertical, le pedía una cantidad de dinero por proporcionárselos y que él lo amenazó, pero que el funcionario le recordó algo y él se acobardó. Sé que su mujer y su cuñada peregrinaron hasta el mismo funcionario un mes más tarde y que se encontraron con el mismo chantaje y que también tuvieron miedo. Y sé que mi padre, días después de que achantara a su madre, se presentó ante el funcionario y obtuvo la documentación. 

Sé que se jubiló, que vivió como pudo unos años y que murió. Y sé que a su entierro acudieron una hermana suya y un primo recio y con pelliza de maquis que alzó el puño izquierdo en el cementerio y que volvió a casa en uno de esos trenes oscuros como los del exilio, pensando y llorando que su época y su compañero de guerra habían muerto ese año de 1994.

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Mi madre tenía tatas. En su pueblo, ser la hija de un tendero, la nieta de un herrero y administrador de cortijos, la sobrina nieta de un cura, y ser la hija de su madre, es posible que no le permitieran criarse de otra forma. Tampoco sé mucho de cómo era esa vida, qué tenían y no tenían, cómo vivían, lo poco que sé es que, en principio, no lo hicieron mal y no les faltaron muchas cosas. Sé que una de sus tatas era apenas una mujer, aventuro que puesta a servir antes de tiempo por necesidad, que salía muchas veces a jugar con mi madre y sus hermanas a un patio de la casa donde había una higuera. Sé que la higuera era motivo de juego para mi madre que la vigilaba con ojos golosos para apoderarse de las primeras brevas, y sé que la misma higuera se convertía en escalera para la tata. La tata salía al patio y dejaba hacer a las niñas a su antojo y soñaba, y juraba que algún día lo haría, con encaramarse a la higuera, tijeras en mano, y clavárselas al hijo de puta del falangista que vivía al otro lado de la tapia, que había denunciado a su padre y a su hermano, a los que jamás había vuelto a ver vivos después de su paseo. Ese falangista era el tío de mi madre, hermano de mi abuela, dueño legal de las tierras que heredaron hermanas y hermanos y que los hermanos, en virtud de alguna ley franquista, repartieron solo entre los varones, despojando a las hermanas de la herencia de sus padres.

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Mi abuela podía ser una señora, lo era, la recuerdo peinándose su pelo blanco y fino, en un moño que escondía, y engañaba, sobre la verdadera longitud de su cabello. Yo siempre la vi vestida de negro, vestimenta que partía no del luto y del dolor por la pérdida de seres queridos o de su hijo de pocos meses, sino de una promesa formulada a cambio de que su Dios velara por la vida de su hermano en la guerra. Y sé que el hermano por el que se vistió de negro no fue el falangista que vivía al otro lado de la tapia, aquel fue demasiado listo, y es posible que cobarde, para marchar al frente; el hermano por el que realizó la promesa fue otro, a la sazón también traidor, también ladrón. 

Y me cuesta imaginarla vestida con ropas de otros colores, pero tuvo que ser así, imaginemos que vestida de azul, el día que hubo una revuelta que llegó a su pueblo, y en el que algunos, en nombre del pueblo cogieron un par de escopetas  y se pusieron a dar vueltas por ahí escogiendo a quién darle un correctivo. Y si mi abuela podía ser una señora también sé que podía cuadrarse brazos en jarra, manos al cuadril, y sé que esto hizo ante aquel alfeñique que entró en su casa con ganas de llevarse al cura y alguna imagen de la Virgen. Y sé que el cura había ido allí a buscar refugio, que temía que quemaran la iglesia y a él con ella, y que estaba en el salón. Y sé que ella se plantó ante él y le dijo, no te da vergüenza, Fulanito, tú aquí, en mi casa, para hacer una tontería, tú, que, hace poco, haciendo el fartusco te echaste a la calle para pedir el pan que a ti nunca te ha faltado, tú, que estabas tirado en la puerta de mi casa aquel día cuando entró la Guardia Civil en el pueblo y yo te abrí la puerta, te escuché, te di ropas nuevas, te puse un escapulario y mi crucifijo y juré ante la Guardia Civil que habías venido a mi casa a recogernos para protegernos y poder ir a misa, tú, te atreves a venir aquí, buscando nada. Y sé que aquel hombre se fue, no sé si acobardado o humillado, o ambas cosas; y sé que mi abuela no las tenía todas consigo pero que a nadie de su casa le pasó nada.

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Esta no es la memoria de este país, solo es parte de mi memoria familiar, sobre la que hoy quería escribir porque esta mañana el sol se levantaba frente a mí, golpeaba los girasoles, iluminaba algunos montes y había una ligera sensación de claroscuro y desamparo y pensé en ellos y en su historia. Y sentí que las flores que flanqueaban la carretera nos parecen todas la misma flor, y que nos parece que las historias de los hombres son todas la misma historia, pero no lo son y que, solo cuando se recuerdan y cuando se cuentan, se pueden entonces olvidar y alimentar con ellas el humus de nuestra propia historia, a la espera de que alguien, alguna vez, la recuerde y la olvide.

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